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Ana García Bergua
Suplantaciones napoleónicas
Para José Ricardo
"Y entonces sentí un estremecimiento, y de modo peregrino e inexplicable se despertaron en mí los pensamientos de otro; su hazaña, su voluntad, su resolución habitaban en mí, y todo aquello me poseyó y me hizo vibrar con un escalofrío de triunfo."
A veces pienso en aquellas desgracias que incluso quienes menos hubieran deseado que ocurrieran ayudan a provocar, en una especie de engaño colectivo. ¿Cuánta gente llegó a creer de buena fe en las famosas armas de destrucción masiva? Son cosas que parecen fruto de una sugestión. Pensé esto por estar leyendo El marqués de Bolibar (Ediciones Destino, 2006), la primera de las novelas histórico-policiaco-fantásticas escritas por Leo Pertuz, las cuales admiraron Borges y Adorno (Borges incluso publicó en la fantástica colección Séptimo Círculo El maestro del juicio final). Perutz nació en la Praga del imperio austrohúngaro, la misma de Franz Kafka, un año antes que el autor de El proceso, es decir en 1882. Autor de origen sefardí, tuvo que escapar del nazismo y exiliarse a Israel; vivió las dos guerras mundiales y antes de morir en Austria en 1957 alcanzó a manifestar su horror por todos los nacionalismos.
Presentada como un testimonio histórico ficticio, El marqués de Bolibar –así, con b grande– cuenta la derrota de dos regimientos prusianos, aliados de Francia, por las guerrillas españolas en el punto llamado La Bisbal durante las guerras napoleónicas. El aludido marqués, amo de la transformación, promete a los guerrilleros proporcionarles tres señales para que ataquen a los alemanes que se han apoderado de la ciudad en nombre de Napoleón y la recuperen. El destino le juega al marqués una jugarreta y hace que presencie, transfigurado en labriego, la comprometedora conversación en la que cinco dragones –Brockendorf, Eglofstein, Donop, Gunther y el teniente Jochberg, el narrador en la novela– cuentan cómo sostuvieron todos amoríos con la hermosa Françoise-Marie, la esposa muerta del coronel, quien carga siempre sus ropas entre su equipaje. Temerosos de que el labriego los denuncie, los soldados fusilan al marqués de Bolibar, quien pese a todo dará las tres señales convenidas. Novela de transfiguraciones fantasmales, de obsesión por la identidad –la nueva amante del coronel llega a ser una especie de reencarnación de la difunta Françoise-Marie–, pareciera ser una variante fantástica de lo que dice Tolstoi en La guerra y la paz sobre la misma guerra: "Toda aquella innumerable cantidad de personas que participaban en esa guerra obraba de la misma manera, con arreglo a sus cualidades personales, a sus costumbres, a sus condiciones y a sus objetivos. Tenían miedo, se vanagloriaban, se regocijaban, se indignaban y discutían, creyendo saber lo que hacían, y también que lo hacían para sí mismos. Sin embargo, todos eran instrumentos involuntarios de la Historia y realizaban un trabajo oculto para ellos, pero comprensible para nosotros."
Así, los soldados de Leo Perutz serán, sin darse cuenta, los agentes de su propia destrucción y de la derrota de su regimiento, arrastrados por una fuerza que en este caso no es tan "comprensible" como para el místico Tolstoi –y sí muy literaria y decimonónica, si bien en el fondo permanece la misma idea de predestinación siempre trágica, la idea de que nadie que va a una guerra sabe, a fin de cuentas, a qué va. Ni siquiera por el ideal del heroísmo romántico: aunque uno no sea zarista, ni muy religioso, le costará mucho trabajo no imaginar a Napoleón como aquel ser regordete, vanidoso, de manitas delicadas, que al ver a Andrei Bolkonski caído con el asta de la bandera del zar, exclama: Voila une belle mort!, y que por sus afanes de gloria arrastró a Europa a unas guerras terribles, tal como un demente ha provocado ahora una guerra en la que mueren más de cien personas todos los días. En la novela de Leo Perutz, escrita en 1920, uno de los soldados alemanes se pregunta: "¿Cómo puedo llamar a ese poder misterioso que nos hace a todos tan desdichados y nos convierte en sus bufones? ¿Debo llamarlo destino, azar o eterna ley de las estrellas?" Y el marqués de Bolibar, desde su transformación como labriego, les responde desde un rincón oscuro: "Los españoles lo llamamos Dios." Dios, el mismísimo demonio, la Historia con mayúscula o nuestra cruel biología, nunca sabremos hasta qué punto contribuimos con la tragedia de las guerras a nuestra derrota.
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