Rumi
Rubén Moheno
Las flores de agua que enviaste a tu paso por Japón hallaron su lugar en las celebraciones de Año Nuevo. Un gran lugar. Y el simpático perro que las acompañaba, símbolo del año en el calendario lunar, ya va conmigo a todas partes. Siempre quise tener uno de verdad, no lo tuve, y ahora soy demasiado egoísta para ocuparme de un animal, pero éste como que se ocupa de uno.
Ilustraciones de Gabriela Podestá |
Resulta que la muchacha de la que hablé antes se fue a Oaxaca unos días y yo quedé a la deriva para la temporada. Al vagar por la ciudad el día 28, quizá con unos tragos encima, vi venir en mi dirección a dos muchachas orientales y escuché mi voz que decía "hola" al pasar.
–Hola –respondió la más linda de las dos.
De inmediato di vuelta para preguntar, ahora en inglés, si podía caminar a su lado. Estábamos en pleno Paseo de la Reforma, la más hermosa avenida de la ciudad, casi frente a la gigantesca embajada estadunidense, con rumbo al Monumento a la Independencia, lugar obligado para todo visitante. Ella dijo "Yes", pero la otra "No"; opté por hacer caso a la primera, desde luego.
Me acomedí a tomar las fotos de rigor (nunca antes había usado esos trebejos digitales), con el Ángel de la Independencia al fondo, para hacer un close-up de ellas del que me siento orgulloso. Quienes toman fotos ahí suelen equivocar la proporción y los sujetos apenas se perciben, irreconocibles. Este no fue el caso, y el Ángel quedó posado justo encima de la cabeza de Rumi (porque ese es su nombre), como ella misma lo celebró.
Se identificaron como japonesas y entonces pregunté:
–¿Conocen la embajada de su país?
No la conocían. Son unos pasos más hacia el poniente sobre la misma avenida. La diseñó el arquitecto Kenzo Tange, del que habrás visto otras obras. Caminamos unos cientos de metros más, también a propuesta mía, hasta la entrada al Bosque de Chapultepec. Allá lejos se veía el castillo sobre su pequeña colina, sin luces, porque algún imbécil dio prioridad a un enorme árbol de Navidad patrocinado por Coca Cola. Me quejé de la circunstancia, y entonces Rumi dijo que yo podría acompañarlas a visitar el castillo otro día.
Habla unas palabras de español y tiene veinte años. No es pequeña ni menudita, y tiene una forma de plantarse frente a uno que hace a la vista recorrerla desde los pies, muy juntos, a la sonrisa resplandeciente; los ojos y el cabello son otro regalo. Viene de Kobe y ella su amiga, Kaoru, de Osaka, estudiaron Administración de Turismo y están cursando una especialización en ¡Alabama!
Pregunté cómo la pasaban allá y Rumi señaló:
–Allá no hay nada, excepto algunos malls para comer pizza, y la universidad, claro está.
Regresamos a la zona turística y algo dije sobre la estación del metro más próxima. Para mi zozobra, quisieron explorar su viaje del día siguiente a las pirámides de Teotihuacán.
Zozobra porque el paso hacia la estación es pletórico en vendedores ambulantes, homeless (aquí les llaman teporochos y son buenos filósofos, por otra parte), mendigos, drogadictos y policías, que no son ninguna ayuda. Es cierto que por ese lugar circulan muchachas de todo tipo, pero éstas irían bajo mi responsabilidad y ya era tarde.
Allá fuimos, después de pedirles que se tomaran de las manos, o al menos se tocaran, y adoptar yo la posición de guardaespaldas (cincuentón).
Mi mente quedó en blanco total frente al mapa de las líneas del metro y fue su experiencia japonesa la que estableció el sitio donde estábamos y el destino final, las estaciones y trasbordos que se requerían y el tiempo del trayecto, con exactitud. A los lados del mapa vi cuatro ojos rasgados que me sonreían y escuché un "gracias". Tuve la decencia de decir "gracias" yo también.
Al salir, un pequeño estallido de pirotecnia hizo que Rumi diera un saltito, y otro más con la súbita aparición de una rata. Pero regresamos sin novedad, gracias a Dios.
Kaoru sí es menudita, encantadora e inteligente. Y ambas bien informadas para los niveles de la juventud actual. Su escaso entusiasmo por Kurosawa hizo que yo mostrara mi extrañamiento. Entonces me preguntaron por qué era él tan grande. Quizá no pude explicarlo debidamente pero lo intenté. Cuando caminábamos rumbo a su hotel, Kaoru dijo que Rumi bailaba salsa muy bien y preguntó qué tal lo hacía yo. Tuve que decir, falsa modestia aparte, que nací para bailar (no dije que me sentía un poco oxidado).
Mi vista no se apartaba de Rumi, que mantenía una guardia ligera ante mi probable acercamiento físico, pero estoy seguro de haber percibido cómo verificaba de reojo que tenía un admirador.
Kaoru ya se despedía de mí, en definitiva, pero le recordé que una de ellas había dicho que iríamos al Castillo. La sociabilidad se impuso y quedamos de vernos frente a su embajada a las diez y media de la mañana del día 31.
La noche de la víspera, sin certeza de lo que pudiera ocurrir, tomé la previsión de comprar un trozo de pavo, bebidas y demás. La mujer que hace la limpieza vendría ese mismo día.
El departamento tiene dos recámaras, pero destino una a mi pequeña biblioteca. Vivo ahí desde hace décadas y digamos que el lugar no está mal. El barrio dista unos quince minutos a pie de la zona antes descrita y está absolutamente de moda (sobre todo para los perros de la clase media altiva). Tiene fuentes y parques, ha sido escenario de algunas novelas y relatos, y ahora lo parasitan los equipos de producción de las grandes televisoras.
Amanecí con un leve dolor en la pierna izquierda, que ya no me abandonaría en toda la jornada. Pero no se necesitaba ser Günter Grass para entender la portada de un periódico alemán en el mostrador de la entrada al edificio, Gott ist nicht tot, decía en grandes letras.
Acudieron a la cita, sin omitir la consabida tardanza femenina, pero disculpándose con implacable coquetería. Antes de ir al castillo regresamos dos cuadras a un horrendo Starbucks (yo necesitaba otro café) junto a la embajada estadunidense. El hombre de seguridad a la entrada nos obsequió su fría sonrisa. Quizá recibió esa orden en su diadema de comunicación.
Cuando estaban frente a su té helado pregunté si la policía es confiable en Japón. Kaoru pareció meditar su respuesta y dijo:
–No realmente... depende de la suerte... puedes toparte con uno que sólo busque su provecho, o
–¿Yakuza?
–Pues, sí. Es un problema que no se ha resuelto –Rumi asintió con un gesto y su franqueza me animó a indagar más.
–¿Cómo es la relación de Japón con China y con los otros países vecinos?
Kaoru dijo que su país debería reconocer ciertos hechos históricos, no precisamente gloriosos; que lo mejor era encarar esas cosas. Luego salimos a caminar por la avenida y me pidieron que hablara sobre los indios de aquí.
–Son millones y han sido víctimas de una trampa –dije yo– que les hemos tendido nosotros, los mexicanos, además de la que hicieron los conquistadores. Es un gran motivo para la dislocación total de las circunstancias aquí, incluidas las sexuales y las mentales, además de los mendigos omnipresentes.
Kaoru dijo que sus indígenas son poco numerosos, pero también han sido víctimas de una trampa. En eso llegamos al castillo, que tiene lo suyo, y el bosque todavía más. En un país que se hunde en la miseria, y la ciudad con él –frente a las montañas de dinero de unos pocos–, es un verdadero lujo asiático. Porque es un bosque real, con árboles milenarios, lago (artificial), espacios para conciertos, y se extiende por varias secciones, con juegos mecánicos y museos. Vaya en compensación a mi lamento porque la ciudad no tiene mar enfrente, como tu Barcelona. Los ríos y los lagos que hubo aquí simplemente los secaron o los ensuciaron o ambas cosas.
En un momento histórico el castillo fue escenario de guerra en una invasión más de los yanquis. Recuerdo un viento helado que cortaba la cara al cruzar en un ferry la hermosa Bahía de San Francisco, un pasajero a mi lado contaba a su hijo una jubilosa versión del modo en que se adueñaron de aquel lugar.
Bueno, el castillo es en verdad majestuoso, y sus colecciones de arte y joyas son impresionantes. Ante un salón con un hermoso piano negro y otro dorado les pregunté si tocaban ese instrumento.
–No –respondieron.
–¡Pero si los grandes virtuosos vienen de Japón ahora! –repliqué.
Sonrieron y guardaron silencio. Unos enormes vasos de malaquita y oro, y la enorme puerta rusa con los mismos materiales, terminaron por dejarnos sin palabras.
Bajamos la colina y caminamos hasta una fuente que no visitaba desde que mis padres me llevaron a conocerla; las imágenes de sus mosaicos narran la novela de Don Quijote y Sancho. Algo sabían de esa historia y yo traté de referir la eterna lucha amorosa entre el deseo de infinito y la eventualmente milagrosa realidad, pero no lo logré. El pasto que nos rodeaba tenía el color amarillo quemado del invierno, y la serenidad del lugar (sólo estábamos nosotros) era otro lujo en una ciudad que al sumar su zona conurbada alcanza los veinte millones de almas.
Fuimos a comer. Ellas alabaron el sabor genuino del Katsu Domburi, y reconocieron el dibujo y el autógrafo de un famoso actor de la tv japonesa que adorna una pared del Tokio. Es un restaurante que suele ser visitado por japoneses, y así fue ese día. Un gesto de Rumi hizo que me quedara en dos cervezas para la comida, pero en la cena me desquité con el vodka helado y el vino.
Porque fue una sorpresa muy, pero muy agradable, cuando me di cuenta que estaba entre sus planes que pasáramos la celebración juntos. Fuimos a su hotel por una botella de sidra que alguien había regalado a Rumi (me rondó la perturbación de los celos). Luego vinimos a mi casa.
En el camino saludé a una querida amiga y nos deseamos un feliz Año Nuevo. Al cruzar una avenida sentí una corriente eléctrica en la nuca; la figura de Rumi había exaltado a dos especímenes lumpen que ahora silbaban y gritaban. Pero su reacción fue retardada porque ya estábamos lejos unos treinta metros. Lo mejor era seguir caminando. Y los vagos que infestan los cafés que sitian mi casa se perdieron la vista porque ese día cerraron temprano.
Les mostré libros de Kurosawa, y otros con reproducciones de Hiroshige y Utamaro, recuerdos de mi época de shoplifter juvenil de la que habíamos hablado. Hubo un momento en que sorprendí a Kaoru atestiguar, como sopesando la situación, el modo en que yo era seducido por el amplio repertorio de Rumi. Porque tiene las cualidades de la joven japonesa mítica. Sin el maquillaje ni el vestido, claro está, pero sí los cortos pasitos apresurados y la sonrisa cuando más la necesitas; aquiescencia a (casi) todas mis propuestas, dulzura en la voz (sobre todo cuando dijo unas palabras en su idioma), y belleza.
Creo que me enamoré un poco. ¿Era Rimbaud quien decía?: Ta tête se détourne: le nouvel amour! Ta tête se retourne; le nouvel amour!
Despedí a la mujer del aseo y salimos a hacer algunas compras. Ya dentro del supermercado me preguntaron si era un Wal-Mart.
–Sí, lo es –dije yo.
Nos pusimos a cocinar el pavo y una ensalada. Bueno, en realidad cocinaron ellas; yo señalaba dónde estaban las cosas, ponía la música, abría frascos y botellas, prendía el horno, cosas así. En medio de los preparativos bailé con Rumi unos compases con buen swing (el dolor en la rodilla me dio una tregua). Entre mis discos no estaba el del "caballo viejo y cansao", pero ahora creo que la voz de Roberta Flack ya anunciaba, Rumi, the floors and the boards recalling your step and I remember, too...
Como legado de las sucesivas mujeres que han quedado atrás, resultó que la casa estaba razonablemente bien equipada para la celebración, incluso hubo velas para alumbrarnos.
Ellas doblaron las servilletas en forma de flores, y en medio de una gran expectación Rumi depositó las flores de agua en un frasco de cristal artesanal, recuerdo de una muchacha que quise mucho en su tiempo. Tomaron fotos de la mesa con sus velas, desde luego.
Ante los platos hicieron una discreta expresión budista y Rumi procedió a servirlos. Apenas probaron el vino y la sidra, pero la cena fue magnífica e insólita. Sobre todo para mí, no es raro que pase la fecha solo. En los primeros minutos del año propuse que enviaran correo electrónico a sus parientes en Japón. Kaoru escribió a su novio en Alabama también, luego me mostró sus fotos, un negro de cerca de dos metros de estatura.
Yo les dije, y era cierto, que la radio recomendaba a todos permanecer en donde se encontraran y no salir a la calle a buscar problemas. Que mi departamento era su casa.
Así lo entendieron y poco después Kaoru cayó vencida en un sillón. La incorporé, y con un mínimo de discusión (quería dormir ahí), acompañado de Rumi la conduje a mi recámara y la dejé sobre la cama.
Ya en la sala, después de unos preámbulos, dije a Rumi que su rostro era el más hermoso que yo había visto (ella dijo que eso no era cierto).
–Cásate conmigo –le pedí.
En eso, la mujer que habita el piso de encima (una científica social de género) nos distrajo con el ruido de sus tacones. Luego todo volvió a la calma. Le pregunté si tenía pareja.
Fue en extremo cuidadosa con mis sentimientos. Me dijo que no tenía pareja ni en Alabama ni en Japón, que deseaba conocer el mundo, y gente. Entonces vino un breve apagón que levantó un bramido en los pisos altos. Volteamos instintivamente hacia la luz de las velas y sonreímos porque no quedamos en la oscuridad total. Volvimos a nuestro diálogo.
La emplacé a que me dijera si yo le agradaba; respondió que sí, pero al paso señaló su edad: ¡sólo treinta años de diferencia!
Lo sabía de memoria, pero mi conciencia se había adormecido un tanto, quizá por mi antigua costumbre de acudir con muchachas de paga de esa misma edad.
–¿Por qué estas sólo? –me preguntó. La respuesta es tan larga y compleja que simplemente la obvié. Preferí acariciar su pelo y preguntarle qué podía haber entre nosotros.
–Siento amistad y respeto hacia ti –me dijo.
Me detuve por completo. La conduje a la recámara y volví a la sala, a una bolsa de dormir.
Mi sueño fue fragmentario. Yo nadaba con fuerza hacia lo más profundo del mar, como si no quisiera salir de ahí nunca. Luego escuché unos pasos en la oscuridad. La muchacha que dejó el vaso que contiene las flores abrió la bolsa de dormir y entró conmigo. Luego Rumi me rozó con su boca, se apartó con suavidad y caminó de regreso a la recámara. Cuando salí a la superficie el sol brillaba.
Por la mañana me levanté el primero, me bañé e hice té de Himalaya para cuando salieran de la recámara. Las observé desde la barra de la cocina y creo haber visto que Rumi miraba la sala con tristeza.
Salimos al smog de la calle del primero del año en reflexivo silencio, casi total. Kaoru parecía algo emocionada. Me confesó que llegó a recelar que yo las condujera por un sitio equivocado, pero el gesto de Rumi decía que ella, nunca.
A la puerta de su hotel nos despedimos. Dije a Rumi que se cuidara.
–Tú cuídate –dijo ella.
En el camino de regreso lo insólito de la experiencia no evitaba el costo emocional, pero fue una que no había imaginado siquiera. Las flores están ahí, son bellísimas. Rumi dijo que se pueden aprovechar muchas veces. El perro fue tema de conversación también, quizá estos momentos vinieron con él.
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