Paraíso con gatos
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Pablo Sol Mora
Paraíso con gatos
Para Mina, el Conde, Asha, Nilo
y en recuerdo de Michu y Mara.
(Y, por supuesto, para sus dueñas).
Ilustración de Juan Gabriel Puga |
Ayer en la tarde vino el doctor a verme. Primero estaba muy serio y luego, tratando de hacerse el despreocupado y con el tonito estúpido que usa para hablarme, dijo que me iban a tener que operar otra vez. Con ésta ya va la tercera. No es que me haga gracia que me operen, claro está, pero ya no me asusto tanto como antes. Las primeras veces sí, sobre todo la primera. Me acuerdo que mi mamá me llamó un día después de comer y me dijo, intentando parecer muy tranquila, que habían hablado con los médicos y que iban a tener que operarme, pero que no tuviera miedo, que no me iba a pasar nada y que yo ni me iba a dar cuenta. Al principio yo no quería llorar, pero luego ya no me aguanté y la abracé y ella tampoco pudo aguantarse y lloró un poquito también. El caso es que me operaron y sí, no me pasó nada, nada más que a los quince días me dijeron que quién sabe qué cosa no había salido bien y que iban a tener que operarme de nuevo.
Ahora llevo ya como un mes aquí en el hospital. Mis papás vienen a verme todos los días y se turnan para acompañarme; a veces traen a Hugo, mi hermano, que está muy chiquito y no entiende nada. Tiene dos años, el pobre, no sabe nada de nada, apenas y medio habla. Yo tengo nueve. Mi tía Laura viene también casi todos los días y siempre me trae algún regalo. A veces es sólo un dulce o unos chocolates, pero a veces también es un mono de peluche o una muñeca. Sin embargo, el mejor regalo que me ha dado es un libro de gatos. Son puras fotografías de gatos. Yo adoro a los gatos. Se llama Cats (significa gatos en inglés).
Lo que más me preocupa de estar encerrada aquí no es perder el año en la escuela ni dejar de ir a las clases de danza (que la verdad ya me estaban chocando), sino no poder cuidar a mis gatos. Ahora tengo dos: Minú y Tom. Minú es una gata siamesa que papá me regaló en mi cumpleaños. Tom es un gato negro al que un día encontramos comiendo del plato de Minú y que terminamos adoptando. Mamá al principio no quería, decía que ya con un gato era suficiente, pero yo insistí tanto que acabó aceptando.
Pero el primer gato que tuve y al que más quise se llamaba Bol. Era un gato gris atigrado que me regalaron cuando tenía como tres años y el que más tiempo me ha durado. Una vez no regresó a la casa, pero no me preocupé porque le gustaba andar en la calle y ya otras veces no había llegado y luego de dos o tres días lo encontraba en el jardín tomando el sol o echado sobre mi cama (a mamá no le gustaba que durmiera conmigo, pero yo en secreto le abría la puerta de mi cuarto en la mañana y lo dejaba que se durmiera en mis pies). Pero pasaron varios días y no regresó. Yo me puse muy triste y lloré durante noches. Mis papás intentaron consolarme de mil maneras, los pobres, pero yo de veras estaba muy triste. Un día a la hora de la comida, Rosa, la cocinera, dijo que a lo mejor me lo habían envenenado, que ella había tenido un perro al que le había pasado eso y que además ya se sabía que la vecina odiaba a Bol porque decía que le estropeaba las plantas. Mamá puso cara de alarma y dijo que no, que como creía, que seguramente Bol se había perdido pero que ya habría encontrado una nueva casa en donde lo estarían cuidando muy bien. Yo no dije nada, pero me quedé pensando.
El libro que me regaló la tía Laura, aparte de las fotografías, trae un texto en donde se cuenta la historia de los gatos desde los egipcios hasta nuestros días. Yo no lo puedo leer (está en inglés, claro), pero me lo han leído y dice cosas impresionantes. Por ejemplo, resulta que en Egipto, en el tiempo de las pirámides, los gatos eran considerados animales divinos y hasta tenían una diosa-gato. Se llamaba Bast. Los egipcios eran muy listos. Luego vino lo de la Edad Media y allí les fue muy mal a los pobres gatos. Decían que eran animales diabólicos, los asociaban con las brujas y los quemaban en las hogueras. A los que peor les iba era a los negros, que supuestamente eran los más malos (¡malo, el Tom, que es el gato más tranquilo que ha habido!; si hubiera vivido entonces seguro lo hubieran quemado o una cosa por el estilo, pobre). Todo mundo sabe que la Edad Media fue la peor época de la humanidad. Después ya les empezó a ir mejor. Hoy se sabe que la mayoría de la gente prefiere tener gatos en lugar de perros y que ocupan el primer lugar entre los animales domésticos. Claro. No es que yo tenga nada contra los perros ni nada por el estilo, pero es que son un poco estúpidos, pobres.
Lo que más me deprime de este lugar es la hora de la cena. Es horrible. Para empezar, me deprime la noche aquí. En la pared hay una ventana desde la que sólo se ve un pedazo de cielo y la copa de unos como pinos. Cuando anochece la habitación se va oscureciendo poco a poco y entonces a mí me empieza a entrar la tristeza así, poco a poquito. Como a las siete viene una enfermera con la cena (a las siete, ridículo, ni Hugo cena a esas horas). La trae en una charola que pone en una mesita especial para las camas. La cena siempre es la misma: un sándwich de jamón, jugo de manzana y una gelatina en un moldecito. Deprimente. La enfermera es buena persona, eso sí. Es una señora ya grande, se llama Silvia. Siempre me pregunta cómo estoy y si no he tenido fiebre y esas cosas. El otro día vio el libro de gatos sobre el buró que está junto a la cama y me preguntó si me gustaban los gatos. La gente hace cada pregunta. Luego preguntó si tenía yo alguno y cuando le contesté me dijo que ella no podía tener gatos porque le daban alergia, pero que en cambio tenía dos perros. Ya mejor no le dije nada, pobre.
Al parecer, la operación va a ser pasado mañana. Hoy me lo dijeron mis papás y el doctor cuando vinieron en la tarde. Como siempre no me va a pasar nada y yo ni siquiera lo voy a sentir, como siempre. Ya sé que lo hacen con buena intención, no digo que no, pero la verdad no hace falta que me lo digan. Mi mamá, la pobre, se veía más compungida que de costumbre. Más tarde vino mi tía Laura y me dijo que mañana iba a traerme un regalo especial, que me iba a encantar. Ojalá sea otro libro.
Pues no, no fue otro libro, fue algo mejor. Lo tengo aquí, sobre el buró. Es una estatuilla negra de un gato que representa a Bast, la de los egipcios. Está sentado muy derechito y mira fijamente al frente. Es una reproducción del original que está en un museo en Inglaterra. Resulta que el novio de mi tía fue allá y se lo trajo. Está increíble. Cuando regrese a mi casa voy a hacerle un lugar especial en mi librero, como un altar. Mientras, está aquí junto a mí, cuidándome, e incluso ahora en la oscuridad puedo distinguir su silueta.
A diferencia de las otras veces, cuando desperté esta vez no sentí nauseas ni ningún otro malestar. Me sentía perfectamente bien. Tardé un poco en darme cuenta que estaba en mi cuarto, en mi cama. Las sábanas estampadas se me hacían conocidas (no hay sábanas así en el hospital), pero lo que terminó de ubicarme fue sentir de pronto un peso en el pecho y un aliento tibio en la cara. Era Minú, que así le gusta despertarme en las mañanas. Luego en mis pies vi al Tom, todavía medio dormido, pero lo mejor fue cuando vi al otro gato en el fondo del cuarto, acercándose lentamente a la cama. Primero no estaba muy segura, pero cuando lo vi de cerca no dudé más. Era él, era Bol, había vuelto.
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