Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 24 de diciembre de 2006 Num: 616


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ENRIQUE H. GÓMEZ LÓPEZ
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ROBERTO GARZA ITURBIDE
Rumi
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DESDE EL TIEMPO

Enrique Héctor González

Marco Antonio Campos,
Ningún sitio que sea mío,
Conaculta/ Calamus,
México, 2006.

Ya se les reconoce como poetas con una voz propia, pero no forman generación. (Después de todo, ¿qué quiere decir eso de "formar generación"? ¿Que cabalgan sobre el mismo caballo deshuesado? ¿Que abochornan las mismas antologías? ¿Que nacieron bajo los auspicios de una identidad solar semejante que ilumina su escritura desde el mismo turbio espejo?) David Huerta, Antonio Deltoro, Francisco Hernández, Coral Bracho, Alberto Blanco, José Luis Rivas, Elsa Cross son, a estas alturas, nuestros poetas mayores no consagrados (por suerte) y en quienes recae, es sólo un decir, la esquiva obligación de hacer hablar a la poesía mexicana con los poetas anteriores –de quienes ya no es dable esperar innovación alguna– y con los novísimos, esa suerte de desacertados versificadores en busca de sorpresas súbitas. Lejos y cerca de la desidia y de la locura, los poetas cincuentones emprenden su trabajo con disciplina y honradez porque, si bien aún no han arribado a la molicie del puerto, tampoco se encantan ya con olas célibes, con virginidades fangosas: son autores que valen lo que pesan.


Foto: Luis Humberto González/ archivo La Jornada

Los Amigos de Editorial Calamus, ac, en coedición con el organismo rector de la cultura en este país, han cometido el acierto de incluir, en su nueva colección de poesía, una suerte de breve antología personal de Marco Antonio Campos (México, 1949), poeta y narrador cuya afinidad con los autores antedichos se reduce, acaso, a una afinación similar (el verso largo, la renuncia a todo purismo, la riqueza de matices en cortes y pausas) de la tensión poética. Ningún sitio que sea mío es un libro donde el poeta mira al pasado por la mirilla inversa del verso, que –se sabe– es una cámara fotográfica que no pone de cabeza las imágenes sino que las ve del revés: vuelve onerosos y tristes y fundamentales un alacrán en la alacena de la infancia o el llanto desdichado de una tarde hirsuta que se esconde tras la apariencia grisácea de una vida, como todas las otras, en que no pasa nada en el álbum familiar. Porque un poeta debe tener familia. Y una casa llena de hoyos por donde circule la sangre de numerosos naufragios. Y un pasado que haga de ambas, la familia y la casa, un espacio habitable sólo desde lejos, desde el tiempo.

Vasto lector de Dante, de Neruda, de poetas griegos antiguos y modernos, de italianos vigesimónicos, Campos es autor de una obra parca que siempre vuelve al mismo sitio –aunque éste no exista. La redundancia, en su caso, no es asunto de obcecación; o, si lo es, importa más como ejercicio de revisión de sí mismo. Si en este, como en otros libros, vuelve a convocar algunos de sus poemas más conocidos (no sé de un solo poeta que a los veintidós años haya escrito un texto que, como "Declaración de inicio", se haya vuelto el frontispicio inevitable de toda su obra por venir, de cualquier nuevo poemario), ocurre sin embargo que la nueva compañía, el soporte diferente, hace que los viejos poemas sean susceptibles de una nueva lectura. Un ejemplo: los Contradictio, de Muertos y disfraces (1974), tres poemas de versos agrupados en dísticos que invitan a leerlos como refranes, como textos compuestos de miríadas de textos independientes, treinta años después son una confirmación del hechizo que ocurre en la verdadera poesía: ya no se comportan como frases sentenciosas ("El ajedrez de la muerte/ se quedó de una pieza"), voluntarioso atisbo de los años con un lejano plazo final, sino como certeza casi desenfadada, gracejo que, acompañado de los poemas de la madurez, arroja una lectura más descarnada, de una tristeza que ha aprendido a sonreír.

Frente a la pulcritud de muchos otros recuentos desde el tiempo (y recordemos con Wilde que "lo mejor del pasado es que ha pasado"), donde el poeta, cuidadosamente, coloca las piezas de tal manera que sean reconocibles las piedras miliares de su evolución, Campos –abuelo ejemplar– mete a hijos y nietos en la misma casa y los trata de la misma manera, como sabiendo que la gracia de la reunión no está en la conservación de las jerarquías sino, al revés, en esa conversación informal –reconfortante rompimiento de las distancias– que hace que en una familia funcionen mejor las cosas.

Como ocurre con todo buen poeta que ha asentado el juicio con el paso de los años, el oficio de corregir lo dicho se vuelve una sobria destreza, la serena habilidad de restar grandilocuencia a líneas que, así aligeradas, dicen lo que querían decir desde un principio. Una sola palabra basta, a veces, para devolverle al verso su naturalidad. Por ejemplo, en el texto "En las playas de Corfú" puede leerse: "Hijo ¿desde cuándo la sombra te persigue?/ ¿De qué sombra o mujer vienes huyendo?", donde antes (Una seña en la sepultura, 1978) el poeta, quizá por temor a la repetición de la palabra, en vez de "sombra" hacía gritar a un padre inverosímil "¿desde cuándo la muerte te persigue?". Este apego a una escritura menos temerosa de las consignas de taller ("huye de la repetición como de un clavo ardiendo"), más comprensiva con la sonoridad y la amplitud semántica de un término (porque, de hecho, "la sombra" de ese verso no puede ser sino la muerte), es el de un poeta que ha pasado de elucubrar a calibrar, que prefiere aludir apenas a homenajear de bulto, como ocurre en el verso inicial de "Zum Weissen Engel", donde "Es del otoño un día soleado", más que recordar, desliza una sombra silenciosa sobre la primera línea de Las Soledades, de Góngora.

Ningún sitio que sea mío es un título emblemático. Combina la ética del marino con la avidez del viajero y con la desolación del abandono final. Son los temas, en todo caso, de la poesía de Marco Antonio Campos, cuyo apellido es menos bucólico que afín a la vastedad: dentro de su nostalgia anida la ceniza celebratoria de una vida bien vivida. Recuerdo ahora un poema, recogido en otro sitio, donde hablaba de las naves de una iglesia y luego de naves de marinos que zarpaban desde puertos erotizados ("las mujeres hilaban el pasado/ sus muslos eran fuego y de sus muslos/ haces de hombres salían hacia las barcas:/ el mar se pobló de un mar de naves"). Como en casi todos los textos de Campos, el enclave de lo que ocurre afuera es el lado visible de una emoción interior: el texto recuperaba ese mundo épico y marítimo para trasladarlo, con dos versos memorables, al eco de la intimidad lírica: "Una triste amargura me tristumba/ me está llorando la vía falsificada." Estas líneas siempre me recuerdan la famosa "Ciudad" de Cavafis, donde un fugitivo de la urbe está condenado a arrastar, a arrostrar la imposibilidad de rehacerse, pues "al destruir tu vida aquí, en este sitio/ naufragaste para siempre en todo el mundo". En la poesía de Campos, asimismo, no se vive de balde pues el poeta sabe muy bien que la errancia terapéutica es un error de cálculo y derrota es una palabra que también quiere decir camino.