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Jesuitas en la Tarahumara, la pastoral que llegó del aire
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os jesuitas están engarzados a la historia de la sierra Tarahumara. La memoria es fuerte. El obispo José Llaguno solía sobrevolar los barrancos –era piloto– y aterrizar en los lugares más complejos e inhóspitos. Las puertas de la avioneta había que amarrarlas con mecates y encomendarse a las habilidades del jesuita y, como él decía, a la voluntad de Dios. Era un trabajo pastoral que llegaba por los aires.

La Compañía de Jesús hizo de Chihuahua uno de sus centros más relevantes. Esto es así porque han acompañado a las comunidades indígenas a lo largo del tiempo. Nunca fue sencillo, porque el trabajo social molestaba a los poderosos y, entre ellos, a los criminales.

Los jesuitas aprendieron a trabajar en el filo del peligro, literalmente, porque son los testigos de una situación que se fue deteriorando.

Pero la tarde del lunes se rebasó una frontera cuando sicarios asesinaron a los sacerdotes Javier Campos y Joaquín Mora. Los mataron dentro de la Iglesia de Cerocahui y se llevaron sus cuerpos.

Los asesinos perseguían a un sujeto que trató de refugiarse en el templo. Los padres Campos y Mora trataron de auxiliarlo y esto les costó la vida. Es la versión de los integrantes de la comunidad que ahora se encuentra en riesgo.

Javier Ávila, El Pato, un jesuita que también lleva toda la vida en la Tarahumara, señaló que el asesino probablemente estaba bajo el influjo de las drogas. Ávila conoce, como pocos, una región que ha padecido las pruebas más extremas, que permanece en una suerte de abandono, que permite la acción de bandas criminales.

Hernán Quezada, integrante del equipo de gobierno de La Compañía de Jesús, hizo una pregunta relevante, angustiosa: ¿existe algún límite? No lo sabemos, al menos no por ahora y cuando la violencia, con toda su crudeza, no deja de sorprendernos día con día.

Lo que ocurrió, aunque fuera circunstancial, nos remite a ausencias que se han prolongado por el tiempo. Para los diversos gobiernos, la Tarahumara ha sido vista como un espacio para la extracción de sus recursos y no como una oportunidad para el desarrollo y la mejoría de la vida.

Por eso es que la presencia de los jesuitas es tan importante, ya que han sabido tejer una red de relaciones con la comunidad, volviéndose parte de ella. Los religiosos han hecho un gran servicio social, que se refleja en el enorme cariño que ahí les tienen y les tenían en particular a Campos y a Mora, quienes, a sus 79 y 81 años, querían morir en la que sin duda es su casa, pero no de esa forma.

En los años noventas, y ante la furia de no pocos personajes de la jerarquía eclesiástica, Pepe Llaguno, el obispo, se convirtió en impulsor y fundador de la Comisión de Solidaridad y Derechos Humanos (Cosyddac), la que se volvió un instrumento indispensable para denunciar los abusos de que eran víctimas los rarámuris.

La sociedad civil y la Iglesia trabajaron contra dos espectros igual de perniciosos: los narcotraficantes que se empezaban a infiltrar en la región y los policías que estaban coludidos con ellos, pero que de paso vulneraban toda clase de garantías. En eso siguen y seguirán los jesuitas, dando testimonio, denunciando riesgos y arbitrariedades, porque es su misión.

Saben a lo que se enfrentan y tienen presente que las diversas campañas contra el narcotráfico se convirtieron en un pretexto para la represión y el abuso, como en Baborigame, Guadalupe y Calvo, donde elementos del Ejército destruyeron y quemaron viviendas.

Desde entonces, desde hace años, el alzar la voz ante las injusticias se convirtió en un reflejo, en una posibilidad de buscar que la situación, cuando menos, no empeore.

Pero ahora es un momento delicado porque sobreviven bajo fuego. Lo saben las autoridades y, por supuesto, en la Compañía de Jesús. Habrá que volver a las enseñanzas de Llaguno, a esa voluntad de resistencia ante los desafíos, a ese todo modo de controlar la voluntad para, en efecto, combatir al mal.

* Periodista

Twitter: @jandradej