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¿Por qué no fui a Tlatelolco?
M

e preparaba para ir a Tlatelolco y un amigo, que llamaré HH, me habló por teléfono y me dijo que no fuera. Que había visto carros militares, patrullas y ambulancias en las inmediaciones y que no pintaba bien el panorama. Le hice caso, pues HH ya había sido víctima de la policía política que se introdujo en su departamento, destrozándolo, y que en esos momentos estaba hospedado clandestinamente en la casa de otro de mis grandes amigos que no tenía relación alguna con la izquierda ni con el movimiento estudiantil.

En esos tiempos yo laboraba medio tiempo en el Instituto de Ingeniería de la UNAM, comisionado ahí por el Instituto de Investigaciones Sociales bajo la dirección de Pablo González Casanova. Estábamos trabajando en un equipo interdisciplinario en el que participaban Emilio Rosenblueth, Roger Díaz de Cossío, Carlos Gómez Figueroa y otros. A la vez estudiaba dos posgrados, uno en la Facultad de Ingeniería y otro en la de Ciencias Políticas y Sociales, donde también era profesor por horas.

Desde el principio me involucré en el movimiento estudiantil, pero no de manera directa pues se me identificaba más como profesor e investigador que como estudiante. Algunas veces fui perseguido por policías de civil, más que todo (supongo) por los desplegados que firmaba, pues mi participación era más bien en las distintas marchas que hubo en esos años y en mítines varios, incluyendo aquél en el que salieron, de Palacio Nacional, tanquetas militares que intentaron intimidarnos (y lo lograron con lujo de violencia). La marcha que más me impresionó fue la del silencio, como fue denominada. Esa tarde vi en las aceras de Reforma y de la avenida Juárez a miles de personas entre las que distinguí a unas cuantas que ya conocía y que originalmente habían estado en contra del movimiento. Incluso éstas se veían emocionadas y algunas con lágrimas en los ojos. Nos aplaudían y entonces comprendí que el movimiento ya no era sólo de estudiantes sino popular y, hay que decirlo, también de clase media. Varios de mis profesores de la facultad (muy pocos) asistieron a esa marcha, al igual que muchos de mis compañeros del Instituto de Ingeniería (ingenieros de formación) que, además, tuvieron el valor (dados los riesgos) de participar en brigadas en instalaciones industriales (fuertemente vigiladas) para dar a conocer el movimiento y sus demandas. Algo insólito, pues los ingenieros tenían fama de ser apolíticos y también de derecha.

Uno de los papeles que me tocó jugar era de conferenciante. Buena parte de mi actividad lo dediqué a impartir conferencias en facultades y escuelas que no tenían fama de ser de izquierda y que se politizaron por un tiempo a partir de 1968. Después del movimiento, cabe recordar, se introdujeron en los programas de estudio de esas facultades y escuelas asignaturas de humanidades y ciencias sociales. Varios de mis colegas de Ciencias Políticas y Economía se apuntaron para impartir las clases correspondientes. Fue un cambio importante que lamentablemente se interrumpió en algún momento que no puedo precisar, tal vez pocos años después.

Debo confesar que nunca entendí muy bien el origen del movimiento mexicano del 68, muy distinto al de otros países. La conclusión a la que llegué, y que no he cambiado hasta la fecha, es que fue la represión gubernamental la que lo provocó. Si los granaderos y diversos grupos de porros no hubieran intervenido contra las Vocacionales 2 y 5 del Politécnico después del pleito de sus estudiantes con los de la preparatoria Ochoterena, quizá el movimiento no se hubiera extendido. A diferencia de otros ocurridos en diversos países, en el mexicano no se protestó originalmente por la desigual y cruenta guerra de Vietnam, por los derechos civiles en Estados Unidos, contra la invasión soviética a Checoslovaquia, etcétera. Sus demandas eran más bien domésticas: libertad de los presos políticos, derogación del delito de disolución social, desaparición de los granaderos, destitución de dos jefes policiacos capitalinos, indemnización a los familiares de todos los muertos y heridos desde el inicio del conflicto y deslindamiento de responsabilidades de los funcionarios culpables de los hechos sangrientos y las desapariciones.

Atrás de estas demandas flotaba una que sería casi mundial, pero que al principio del movimiento mexicano no fue expresada explícitamente: la lucha contra el autoritarismo en todas sus formas, y contra la impunidad. De aquí que ahora se diga que la democracia que vivimos en la actualidad tiene mucho que ver con lo ocurrido hace 50 años. Y sí, lo que se quería era libertad y democracia, libertad de expresión y de disentir, democracia en los órganos del Estado en relación con la sociedad y en ésta, incluida la familia tradicional.

Pero la represión se impuso y lo del 2 de octubre en Tlatelolco, aunque tuve la fortuna de no estar ahí, no lo olvidaremos jamás. No queremos olvidarlo.

rodriguezaraujo.unam.mx