ás allá del desenlace que tenga finalmente, el intento de golpe de Estado dado ayer por un sector de las poderosas fuerzas armadas de Turquía contra el gobierno encabezado por Recep Tayyip Erdogan –presidente de ese país desde 2014– abre otro punto de inestabilidad para una Europa que parece haberse convertido en centro receptor de las calamidades internacionales. La ubicación geográfica de la nación turca hace de ésta un auténtico puente que une al continente europeo con el asiático, por lo que su destino político y económico es seguido muy de cerca por las naciones situadas al occidente de sus fronteras (de hecho, comenzó a gestionar su ingreso a la Unión Europea en 2006, en un proceso que todavía permanece en una interminable etapa de negociaciones). Sin embargo, el elemento determinante para dicho ingreso ha sido la voluntad política de las autoridades turcas, en años recientes más inclinadas a correr la suerte de la unión que la de sus vecinos del extremo sureste de la república, especialmente Siria e Irak.
A las complicaciones de esa vecindad, Turquía les suma las suyas propias, que no son pocas: históricas enemistades con Armenia por un lado y con Grecia por el otro; el problema nunca bien resuelto que para el gobierno de Ankara (capital turca) representan los independentistas de la región del Kurdistán, que incluye parte del territorio turco; las oleadas de migrantes que utilizan Turquía como puerta de entrada a Europa, y la dinámica política interna del propio país, a la que el formidable estamento militar sigue siempre con una atención que a muchos turcos le resulta excesiva. Un sector de ese estamento, precisamente, es el impulsor y artífice del golpe echado a andar ayer, que en palabras de sus protagonistas se propondría restablecer el orden constitucional y garantizar que se respeten los derechos y las libertades humanos
, que en la versión de los opositores a Erdogan la policía de éste vulnera.
Del lado del gobierno, en cambio, el presidente en persona atribuyó la acción golpista a una estructura paralela de poder
, en una alusión que, según los especialistas en la política local, conduce directamente al clérigo Fethullah Gulen –teólogo islamita, enemigo declarado del mandatario turco y desde hace unos 15 años radicado en Pensilvania, Estados Unidos–, quien de acuerdo con Erdogan vendría a ser el verdadero inspirador del golpe. La pugna entre ambos no es nueva: ya en diciembre de 2014 el entonces flamante presidente denunciaba que seguidores del clérigo habían incitado a participar en las manifestaciones que el año anterior habían convulsionado Estambul, la mayor ciudad del país, y que su objetivo último era derrocar al gobierno. Como sea, y tomando en cuenta el lenguaje utilizado por sus integrantes, es altamente probable que en la facción golpista de las fuerzas armadas (la segunda mayor fuerza militar de la Alianza Atlántica, precedida sólo por la estadunidense) abundaran los simpatizantes de Gulen.
Nada promisorio sería que en la república turca se instalara un régimen militar que reditara las antiguas, probadas e inútiles recetas de mano dura
, tolerancia cero
y otras de parecido corte. Lo que sí es seguro es que si la situación de inestabilidad en Turquía persiste, el eslabón que une territorialmente a Europa con Asia podría abrir una nueva vía de agua en el escorado buque europeo.