l ataque cometido ayer contra miles de personas reunidas en el turístico Paseo de los Ingleses de la ciudad de Niza –cuya secuela de muerte y destrucción a estas horas aún no ha sido enteramente cuantificada– representa un nuevo golpe para la estabilidad europea, puesta en entredicho tras la fractura del bloque (por la salida de Gran Bretaña) y cuando aún se encontraba conmocionada por la serie de atentados anteriormente cometidos en territorio francés por miembros del Estados Islámico (EI). Si bien hasta anoche ningún grupo se había adjudicado la autoría de esta nueva masacre (la cifra provisional era de al menos 80 muertos y 100 heridos), las autoridades francesas no vacilaban en atribuírsela a terroristas adherentes al yihadismo radical, bajo la orientación directa del EI o por iniciativa propia. En todo caso el brutal hecho se inscribe dentro de la lógica del terrorismo, en la medida en que ensancha, en el ya justamente condicionado imaginario colectivo europeo, la sombra del miedo que a lo largo de los últimos dos años ha ido esparciéndose sobre los habitantes de ese continente.
Algunos atentados han alcanzado dimensiones internacionales por el número de víctimas (la sala Bataclán, el aeropuerto de Bruselas) o por el carácter simbólico conferido a las mismas (la revista Charlie Hebdo), pero ello no significa que hayan sido los únicos: de hecho, un crecido número de episodios violentos culminados en muertes y lesiones graves han tenido lugar en distintos puntos de la Europa continental, con una frecuencia que va en constante aumento. Y la reacción airada y ampulosa de los gobiernos en las naciones afectadas parece operar más como un estímulo para los autores de los atentados que como un elemento disuasorio. Cuando en noviembre pasado el presidente francés, Francois Hollande, consternado por los ataques de ese mes en París, declaró que Francia está en guerra
y comprometida a destruir al EI
, probablemente no haya contribuido a desalentar a los extremistas de esa agrupación, sino a fortalecer la aversión de éstos por Occidente.
Es posible, también, que ya ni siquiera sea necesaria la existencia de un vínculo concreto entre los jefes del EI y quienes ejecutan los atentados en suelo europeo: las tensiones raciales siempre latentes en la mayoría de las sociedades de esa parte del mundo, a últimas fechas intensificadas por las oleadas migratorias y las políticas oficiales para controlarlas o rechazarlas, constituyen un apropiado caldo de cultivo para irritar aún más a quienes se sienten, con o sin fundamentos, marginados de la próspera Europa. Y si a esto se añade la participación activa o tácita de muchos países de la zona en las operaciones militares que Estados Unidos encabeza contra el EI –particularmente en Siria–, a las que nadie intenta sustituir por negociaciones, las perspectivas de que surjan o despierten
nuevas células terroristas se incrementan de modo inquietante.
Poco después de los atentados a las Torres Gemelas, el filósofo Jean Baudrillard publicó un lúcido análisis del fenómeno terrorista, que enfureció a la gente más acostumbrada a adjetivar que a reflexionar. En él advertía sobre la inexistencia de una línea de demarcación que permitiera cercar al terrorismo, porque éste –decía–se encuentra en el corazón mismo de la cultura que lo combate
. Es, sin duda, un punto a considerar en la hoy justamente atribulada Europa, en especial con miras a los días que le esperan.