rganizaciones civiles para la defensa de los derechos de la comunidad lésbico, gay, bisexual y transexual (LGBT) del estado de México interpusieron ayer una denuncia ante el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred) por el discurso de odio que promueve el obispo de Toluca, Francisco Javier Chavolla Ramos, quien durante las últimas semanas ha convocado de manera reiterada a manifestarse contra el matrimonio igualitario y los derechos de las personas homosexuales. La denuncia formal también alcanzó a varios colaboradores del prelado, así como a integrantes del PAN, quienes se habrían expresado en contra de equiparar las uniones entre personas del mismo sexo al matrimonio heterosexual.
Las acciones emprendidas por la comunidad gay mexiquense ponen de relieve la persistente intolerancia y cerrazón de la Iglesia católica –o al menos de un sector numeroso y encumbrado de esa institución religiosa– en torno de la realidad social e institucional de nuestro país. Frente al innegable ensanchamiento de los márgenes de tolerancia e inclusión de la sociedad en su conjunto y algunas de sus autoridades, la institución religiosa no ha logrado modernizarse, sino que mantiene posturas discordantes con la época y el marco jurídico imperante en nuestro país.
No puede negarse el papel de la Iglesia como un punto de referencia e incluso de guía para amplios sectores de la población mexicana, y sería indebido regatearle la función social y civilizatoria que ha desarrollado en distintos episodios de la historia. Por ello, es de lamentarse que en este caso su concurrencia en el debate sobre los derechos de las llamadas disidencias sexuales, lejos de contribuir al respeto, la convivencia armónica y la tolerancia hacia la diversidad, abone a que se instale un clima de hostigamiento.
Debe considerarse que si bien en la capital del país se han logrado notorios avances en materia de inclusión, el impacto de posturas de este tipo se magnifica en zonas donde todavía se reproducen con deplorable frecuencia agresiones y fenómenos de hostilidad por cuestiones de preferencia sexual, como el propio estado de México. De tal agravante dan cuenta las amenazas recibidas por miembros de la comunidad LGBT en las semanas recientes, contexto que debería constituir un llamado a la prudencia por el prelado y sus colaboradores. Sin embargo, no puede pasarse por alto que las expresiones del obispo mexiquense son consistentes con la actitud que la cúpula católica mexicana ha desplegado ante los recientes avances en los derechos de las personas no heterosexuales, en lo que constituye un inadmisible patrón de desafío al orden civil.
Es de esperarse que la Iglesia reaccione y actúe en esta materia de manera congruente con la función social incuestionable que ha tenido en múltiples ámbitos de la vida nacional. De tal suerte, si la institución mantiene la negativa a reconocer entre su feligresía la potestad de los individuos para vivir libremente sus afectos, debe al menos abstenerse de promover un entorpecimiento de los avances seculares que genera un indeseable clima de crispación y violencia.