De hacerle justicia a lo propio
os mexicanos de clase media urbana o rural somos muy contradictorios: generosos con los extranjeros y en el aprecio de lo extranjero, pero implacables con nosotros mismos y lo nuestro. Si no fuera así, en vez de imitar los estilos de vida, el lenguaje, la apariencia y costumbres de los estadunidenses, por ejemplo, reafirmaríamos nuestra identidad única, poniendo de relieve quiénes somos, cómo somos y por qué somos distintos de los demás. Respetaríamos nuestros orígenes ancestrales mediante el respeto a sus descendientes directos, y respetaríamos nuestra historia, conservando y restaurando las huellas materiales de una herencia que otros pueblos nos admiran como nosotros no hemos sabido hacerlo. Una prueba es que, en vez de propiciar la continuidad del saber y el arte de nuestros compatriotas artesanos, garantizándoles condiciones viables y dignas de vida, nos resignamos ante su pobreza degradante, si no es que la propiciamos al permitir y comprar, en nombre del libre mercado, el ingreso de copias chinas de nuestros diseños y símbolos culturales. Del mismo modo, en vez de propiciar el turismo interno y el extranjero culto, mediante hospedaje y alimentación en casas y comunidades de mexicanos, para conocernos entre nosotros y solidarizarnos en la defensa cultural y económica de la Patria, contribuimos al auge de las cadenas hoteleras y de servicios turísticos trasnacionales que nos venden estándares impuestos en alojamiento y comida. Triste fenómeno de autodespojo de la propia historia y cultura que lleva a los autodenominados gastrónomos
a inventar fusiones sin concierto ni equilibrio para mejorar
y hacer dignas
de las mesas turísticas nuestras cocinas, creyendo, ¿de verdad?, que con un Ven a Comer
llegarán multitudes a nuestro país.
En cambio, si de atraer turismo se trata, es imperdonable la omisión de una iniciativa gubernamental para incluir entre los museos nacionales existentes el Museo Nacional del Cacao, que podría llamarse Munacaoc, porque esta omisión es prueba de ignorancia, indiferencia y falta de amor a México, dada la importancia histórica, social y económica de esta maravillosa semilla que es honrada en tantos países del mundo; como demuestran los tres museos del chocolate que hay en España, siendo el más atractivo el de Barcelona; o el de Colonia con su invernadero en Alemania, el de Estrasburgo y el de París, además del Salón Anual del Chocolate en Francia, los de Bruselas y Brujas en Bélgica, en fin. La marca belga Belcolade ha apoyado la producción cooperativa del cacao en Asia, África y dentro de América Latina, en Colombia, Venezuela, Costa Rica y Perú, siendo en éste último país donde se obtiene actualmente el mejor cacao del mundo y donde surgió el primer Salón del Chocolate de nuestro continente, y aunque Belcolade patrocinó el Ecomuseo de Tikul, cerca de Mérida, Yucatán, en Tabasco se perdieron ya, y siguen perdiéndose, variedades únicas de cacao bajo la explotación petrolera y ganadera.
El pequeño museo privado de la colonia Roma, en el Distrito Federal, el Chocolate Mundo es un esfuerzo encomiable que debería haber despertado a nuestras autoridades, pero no sólo han sido omisas sino ciegas, cuando México podría tener el mejor y más importante museo del cacao del mundo, pues ningún otro país posee los 4 mil o más años de historia que escribieron en nuestro actual territorio los hombres mayas, al convertir esa semilla de origen botánico amazónico en un bien cultural, mil años antes de que la aprovecharan los incas. ¿Cuántos objetos prehispánicos relacionados con el cacao tienen en sus bodegas otros países? ¿Cuántos usos distintos de esta semilla en un mismo territorio nacional? ¿Cuántas variedades que han desaparecido de los cultivos pero pueden recuperarse en las inexploradas selvas, como las nuestras de Chiapas?
Imaginemos una museografía gloriosa con salas de objetos prehispánicos y de sucesivos siglos, alternadas con invernaderos donde cacaoteros de distintas variedades crecerían en sus entornos originales, y otros invernaderos con árboles y arbustos de los frutos que le van tan bien al chocolate como son los cítricos, frutas rojas, perales, nogales, chiles y maíz… Que expusiera en vivo fabricación artesanal de distintas poblaciones, que tuviera talleres abiertos para el público y terminara en un Salón Permanente del Chocolate donde las mil y tantas marcas mundiales exhibieran y vendieran sus productos, haciendo sustentable no sólo el propio museo sino la investigación para la producción nacional en policultivos orgánicos de semillas de cacao en vías de desaparición.
El Munacaoc debería construirse en el abandonado oriente de la zona metropolitana del país, cuyo clima más cálido que las cañadas del poniente, con la recuperación del agua y de chinampas le devolverían su prestigio prehispánico, rehabilitaría las colonias circundantes, llevando servicios, empleos y seguridad a los habitantes, hoy día más o menos marginados, pues llegarían multitudes de extranjeros y del interior del país para visitar el museo del cacao más autorizado en el mundo, desde el cual podría haber excursiones programadas a las zonas de producción. ¿Hasta cuándo habrá que esperar para que las autoridades vean la importancia económica, social y cultural que tendría el Munacaoc para el país y la ciudad de México? ¿O habrá que dejar la apatía y llevar, nosotros, la sociedad civil, la iniciativa al Congreso de la Unión?