l despido de la periodista Carmen Aristegui de la empresa radiofónica MVS, precedido del desmantelamiento de su equipo de investigaciones especiales, aunque se origina formalmente en el ámbito de los asuntos privados entre un consorcio mediático y sus empleados, trasciende este espacio de manera inevitable y se convierte en asunto de interés público, dada la relevancia nacional del noticiario que condujo la informadora hasta el viernes de la semana pasada, habida cuenta de los temas allí tratados y considerando la manera en que se manejan las relaciones entre los concesionarios de radio y televisión –usufructuarios de frecuencias propiedad de la nación– y el poder político.
La reflexión en torno a este caso se hace tanto más necesaria si se toma en cuenta que ya en febrero de 2011 la relación entre Aristegui y MVS había sido objeto de una intromisión presidencial que se tradujo en el despido de la conductora por presiones y amenazas procedentes de funcionarios calderonistas a la emisora, como reveló en agosto del año siguiente el propio Joaquín Vargas, su presidente y principal accionista.
Con independencia de que una situación similar haya ocurrido en la circunstancia presente o de que el conflicto se haya originado en diferencias como las que aduce la empresa, el hecho es que el despido deriva en la cancelación de la libertad de expresión del equipo encabezado por Aristegui; en la pérdida, para MVS, de su principal activo periodístico; en la afectación del derecho a la información de una audiencia conformada por millones de personas, y en la clausura del único espacio libre y crítico que subsistía en el espectro de la radio y la televisión comerciales.
El contexto ineludible de estos hechos es el modelo de explotación y concesión de las frecuencias que impera en el país desde hace décadas, que da lugar a distorsiones y prácticas perversas y que, sin embargo, fue acentuado y agravado por la reciente reforma de telecomunicaciones: por un lado, dicho modelo privilegia al sector privado por encima del social y del público en la obtención y operación de frecuencias y no establece ninguna clase de regulación que anteponga el interés público a la búsqueda de rendimientos y utilidades; por el otro, se preserva en los hechos –aunque la legislación diga lo contrario– una total discrecionalidad de los funcionarios del gobierno federal para dar, negar o quitar concesiones y recursos de comunicación social a las empresas.
Se mantiene, así, el poder indebido de los consejos de administración sobre los informadores y las facultades extralegales de las autoridades sobre los concesionarios, y se relegan los derechos de los informadores a la libre expresión y de las audiencias a la información a meros preceptos vacíos de contenido. En la práctica, quienes poseen la capacidad financiera requerida para pujar por cadenas, frecuencias y canales tienen, al mismo tiempo, facultades para imponer lineamientos a los periodistas a su servicio y de determinar el tipo de contenidos a los que pueden tener acceso radioescuchas y televidentes. Y, por encima de los empresarios, el gobierno y sus funcionarios se reservan la potestad de modelar en su beneficio el discurso mediático.
En tales circunstancias, es manifiesta la necesidad de modificar las normas referidas, a fin de garantizar el acceso plural y libre de los informadores a las frecuencias propiedad de la nación y de asegurar que las audiencias tengan ante sí una gama de lineamientos editoriales realmente diversos y no se vean condenadas, como ocurre hoy día, a recibir de los medios electrónicos una información uniformada y hegemónica de la que Carmen Aristegui ha sido notable excepción.