ientos de miles de personas colmaron ayer las calles de Sao Paulo y otras ciudades de Brasil para manifestarse en contra del gobierno que preside Dilma Rousseff (Partido de los Trabajadores, PT) y protestar por las más recientes medidas de política económica, así como por el escándalo de corrupción en la empresa petrolera estatal, Petrobras. En Argentina, en tanto, se gesta una alianza opositora entre la socialdemócrata Unión Cívica Radical (UCR) y la derechista Propuesta Republicana (Pro) del alcalde de Buenos Aires, Mauricio Macri, para enfrentar al gobernante Frente para la Victoria (peronista) de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, en momentos en que la mandataria se encuentra acosada por el suicidio de un fiscal que la había acusado de encubrir a los responsables del atentado perpetrado en 1994 contra la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA). Por su parte, el presidente venezolano, Nicolás Maduro, enfrenta una renovada ofensiva de la oposición política de su país combinada con una escalada de hostilidades por parte de Washington.
Ciertamente, las circunstancias en esas tres naciones sudamericanas son diversas y distintas, pero hay denominadores comunes insoslayables: los programas de injerencia y desestabilización –abiertos, en el caso de Venezuela, y discretos, por lo que hace a Brasil– procedentes de Estados Unidos y Europa occidental; la reacción de los sectores oligárquicos y mediáticos locales que buscan suprimir lustros de transformaciones sociales, estrategias de bienestar aplicadas desde el poder y políticas soberanas e integracionistas; el aparente agotamiento de los ciclos de expansión económica experimentados por los tres países, y también el inevitable desgaste del poder que experimentan los respectivos proyectos gobernantes y la pérdida de respaldo en sectores de la población.
Este último factor es particularmente perceptible en Brasil, donde la presidenta Rousseff no parece haber adquirido conciencia del grado de erosión que sufren su partido y su gobierno y no ha sido, en consecuencia, capaz de ofrecer más respuestas que un programa de ajuste característicamente neoliberal, como el que puso en práctica recientemente su ministro de Economía, Joaquím Levy, y que ha golpeado con particular dureza las finanzas de la clase media.
Las protestas masivas de 2012 y el estrecho margen con que la mandataria consiguió ser relecta el año pasado habrían debido ser indicios suficientes para que el equipo de gobierno asumiera la necesidad de reinventarse y de reconectarse con los sectores sociales que han respaldado el programa transformador del PT desde 2002, algo, que sin embargo, sigue sin ocurrir.
En términos generales, sin ignorar los desfavorables elementos exógenos que impulsan el desasosiego político y social en esas naciones hermanas –desde la nunca pausada ofensiva de capitales y gobiernos externos y de grupos reaccionarios internos hasta el estancamiento económico mundial e incluso factores climatológicos, como la sequía en parte del territorio brasileño–, es claro que el conjunto de los gobiernos progresistas sudamericanos no atraviesa por su mejor momento y que, después de tres lustros o más de transformaciones sociales, económicas y políticas, deben hacer frente a circunstancias nuevas y adversas para seguir adelante. Cabe esperar que lo logren, porque es difícil imaginar un escenario más trágico que una restauración oligárquica en uno o varios de los países mencionados.