l hallazgo de al menos tres fosas clandestinas en las inmediaciones de Iguala, Guerrero, una semana después de los ataques perpetrados por policías y civiles armados
, con saldo de seis muertos y 43 desaparecidos, confirma lo que desde hace tiempo es un secreto a voces: que el territorio de la entidad es la negación rotunda de la legalidad y el estado de derecho, una instancia de la ingobernabilidad y el auge delictivo en el que los primeros en vulnerar las garantías individuales son los elementos de las fuerzas públicas, en el que los activistas, los normalistas, los integrantes de organismos humanitarios y demás defensores de derechos fundamentales están en estado de permanente indefensión y recurrentemente son perseguidos, levantados y asesinados.
Todo ello tiene el telón de fondo del pasmo y el pretendido desconocimiento de las autoridades municipales y estatales sobre el descontrol en que se encuentra la entidad, que se refleja en un enorme vacío informativo que de cuando en cuando es interrumpido por balbuceos institucionales. Si tras los sucesos de la semana pasada el edil perredista de Iguala dijo que no tuvo conocimiento de los mismos porque en esos momentos se encontraba en un baile
, ayer el gobierno de la entidad afirmó que es imposible saber cuántos cuerpos fueron hallados en las fosas referidas y la identidad de los mismos: en suma, no se sabe quiénes son ni cuántos, mucho menos por qué están muertos y si el hallazgo tiene que ver con la masacre y las desapariciones de hace una semana, cuya naturaleza, por cierto, tampoco ha sido esclarecida.
La pérdida total de capacidad discursiva e informativa del gobierno guerrerese es indicativa de una institucionalidad política otorgada a la esfera de lo meramente formal y empeñada en aparentar una normalidad que difícilmente tiene que ver con la realidad. Ese empeño quedó de manifiesto ayer durante el cónclave nacional perredista, en el que la dirección del sol azteca arropó la incompetencia del gobierno guerrerense.
Más allá de las miserias políticas y gubernamentales exhibidas por esta circunstancia crítica, lo que acontece en Guerrero da cuenta de la persistencia de una violencia profunda y extendida en el país. A pesar del optimismo –si no es que triunfalismo anticipado– que rezuma el discurso oficial y el tratamiento informativo correspondiente, los fenómenos del auge delictivo, la inseguridad y la violencia no han variado en el país de manera significativa entre el sexenio pasado y la presente administración: las ejecuciones
siguen ocurriendo por decenas día a día; extensas regiones del territorio nacional permanecen en la zozobra y continúan padeciendo el acoso de organizaciones criminales y los abusos de las propias fuerzas del orden, como lo evidencian la ejecución extrajudicial de 22 civiles en Tlatlaya, por parte de elementos del Ejército, y la referida masacre de Guerrero.
Sería absurdo achacar esta realidad nacional a la manifiesta inoperancia de las autoridades guerrerenses, cuando la descomposición campea en diversas zonas del territorio y es evidencia de un declive del estado de derecho, que nunca pudo ser contenido durante los dos sexenios anteriores y que en el actual ni siquiera es reportado como tal.