Niña, cuelga, me decía mi madre con su voz cascada por el cigarro. Yo juntaba el pulgar y el índice para que me diera oportunidad de seguir hablando
un poquitito más; pero ella, implacable, negaba con la cabeza. Ni modo. Órdenes son órdenes. De mala gana me despedía de Rodolfo.