n su edición de ayer, The New York Times (NYT) reporta la preocupación que cunde en los círculos gubernamentales de Washington ante las promesas de todos los candidatos presidenciales mexicanos de buscar una reducción de la violencia en que se encuentra sumido el país. A decir del rotativo neoyorquino, aunque los funcionarios estadunidenses se abstienen en su mayoría de formular declaraciones sobre tal inquietud, a fin de eludir acusaciones de intromisión, algunos, como el representante republicano por Arizona, Ben Quayle, se preguntan públicamente si “el próximo presidente (de México) se hará de la vista gorda ante los cárteles y cederá el país al narcotráfico, o si será un socio dispuesto a colaborar con Estados Unidos en el combate antidrogas”. El propio NYT reprocha al aspirante presidencial priísta, Enrique Peña Nieto, que no haga hincapié en detener cargamentos de droga y en la captura de capos
, y lamenta que sus rivales, Andrés Manuel López Obrador y Josefina Vázquez Mota, coincidan con el mexiquense en priorizar la disminución de los muertos por la violencia generada a raíz de la estrategia de combate a la delincuencia organizada que aplica la administración de Felipe Calderón Hinojosa.
Tanto las preocupaciones recabadas por el periódico como su postura sobre los planteamientos de los aspirantes presidenciales mexicanos en materia de combate al narcotráfico tienen un claro tono de injerencia, particularmente indeseable en tiempos electorales. Existe el precedente de la intervención de la embajada de Estados Unidos en el proceso sucesorio de 2006 (documentada por un cable de Wikileaks publicado en estas páginas el 21 de febrero del año pasado) y sería del todo inaceptable que Washington pretendiera repetir esa experiencia seis años después.
Por lo demás, las preocupaciones exhibidas por el rotativo son muestra de la hipocresía y la doble moral de la clase política estadunidense en el tema del combate a las drogas. Por ejemplo, altos funcionarios del gobierno de Barack Obama están vinculados al abastecimiento de armas a un cártel mexicano por la agencia gubernamental encargada de controlar el tabaco, el alcohol y las armas de fuego (ATF), y el propio procurador Eric Holder está inmiscuido en ese episodio. Recientemente se dio a conocer que la oficina estadunidense de combate al narcotráfico (DEA) participó en operaciones de lavado de dinero para los narcotraficantes del sur del río Bravo; los comerciantes de armamento de la franja sur de Estados Unidos ganan dinero vendiendo armas sin ningún control oficial, a sabiendas de que buena parte son enviadas a la delincuencia organizada en México, y no se tiene noticia de que el gobierno de Washington realice un esfuerzo policial significativo contra la introducción de drogas ilícitas por la frontera común ni que se empeñe en desmantelar las redes de distribución de enervantes en su propio territorio. Por lo demás, el propio presidente Obama anunció en abril pasado un giro radical
en la estrategia estadunidense antidrogas, consistente en priorizar la prevención y el tratamiento de adictos sobre la persecución penal de los estupefacientes.
En tales circunstancias, resulta grotesco que políticos y medios de la nación vecina se desvelen ante la posibilidad de que en México se lleve a cabo un viraje similar o que, al menos llegue al poder un gobernante con la sensatez requerida para dar prioridad a desactivar el baño de sangre en que se debate el país y que es, en buena medida, resultado de la aplicación acrítica y obsecuente de estrategias estadunidenses que hasta en la Casa Blanca son vistas como caducas.