Número 149
Jueves 3 de diciembre
de 2008
Director fundador
CARLOS PAYAN VELVER
Directora general
CARMEN LIRA SAADE
Director:
Alejandro Brito Lemus
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Católicas por el derecho a decidir
Como católicas y católicos podemos tomar parte en la lucha de la humanidad contra el VIH y el sida
Reconociendo que el amor no es ilimitado, sino que requiere de diálogo, negociación y consenso para cuidarnos y cuidar amorosamente a nuestra pareja de toda infección de transmisión sexual. La visión romántica del amor como “entrega incondicional” es un factor de riesgo para la salud y la vida de las personas enamoradas. El amor hace propio el bienestar de la pareja, busca el interés de ambos, equilibra la espontaneidad y la salud, nunca se alegra de lo injusto y no busca el daño: “No amemos con puras palabras y de labios afuera, sino verdaderamente y con obras”1. Hoy en día, las obras del amor incluyen que en nuestras relaciones sexuales usemos condón masculino o femenino.
Admitiendo que la sexualidad no es un pecado y que el VIH y el sida no son un castigo de Dios a su ejercicio legítimo:
“A veces oímos a personas que dicen que el sida es un castigo de Dios. Esta creencia nos induce en ocasiones a ‘señalar con el dedo’, a estigmatizar, a aislar a nuestros hermanos y hermanas que sufren por el sida. Muchas personas dicen que están enfermas ‘por su propia culpa’ o porque han pecado. En el evangelio de Juan, a una pregunta que le plantean sobre el origen del mal en relación con una persona que nació ciega, Jesús responde: ‘Ni este hombre ni sus padres pecaron…’2. En realidad, Dios ama al hombre [y a la mujer] hasta el punto de que no puede desear su muerte. Dios no puede contradecir su acto de amor. No puede llamarse a sí mismo Amor, y al mismo tiempo, querer el sufrimiento y la muerte… El sida no es, pues, un castigo de Dios”.
Asumimos que nuestra iglesia es una comunidad sexuada, una colectividad religiosa de personas que viven expresiones sexuales distintas, y como creyentes estamos invitadas e invitados a reconocer y respetar nuestras diferencias y a recordar la centralidad de la corporalidad en nuestra vida eclesial. Por ello, cuando una persona de nuestra comunidad eclesial vive con el VIH o tiene sida no estamos ante un problema ajeno, sino que la pandemia es nuestra, la enfermedad está entre nosotras y nosotros, no se halla en otra parte. Para la teóloga Musa Dube, “el propio Jesucristo tiene sida, pues la Iglesia es el cuerpo de Cristo”3.
Solicitemos al Papa Benedicto XVI que deje de prohibir los condones, porque este impedimento continúa representando un obstáculo muy serio para disminuir la expansión de la pandemia: desde que asumió el gobierno de la Iglesia, en abril de 2005, “más de 5 millones de personas han adquirido el VIH y más de 3 millones han muerto de enfermedades relacionadas con el sida”. Así, “un cambio en la política de El Vaticano es fundamental. No se puede seguir hablando de una cultura de la vida y cerrar los ojos ante el sufrimiento y la muerte […] no puede decirle a la gente ámense y cuídense los unos a los otros y negarles los medios para protegerse…”.
Como iglesia, humana y evangélicamente estamos invitadas e invitados a colaborar en el logro del acceso universal a las medidas de prevención del VIH y el sida, y en la superación de prácticas sexuales de alto riesgo, como el rechazo a los preservativos, que están afectando la vida, la salud y el bienestar de millones de personas en el mundo.
1 1 Juan, 3, 18.
2 Juan 9, 3.
3 Obispos Católicos del Chad, “Declaración sobre el VIH y el SIDA”, octubre de 2002. En Programa Conjunto de las Naciones Unidas Sobre el VIH/SIDA, Informe de un seminario teológico enfocado al estigma relacionado con el VIH y el SIDA, 2005, p. 23. Disponible en http://search.unaids.org/Results.aspx?q=Informe+de+un+seminario+teol%C3%B3gico+2005&o=html&d=es&l=es&s=false
S U B I R
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