Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 2 de septiembre de 2007 Num: 652

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Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Relamparismos
ALONSO ARREOLA

Cómo se volvió una mala persona
ELENI VAKALÓ

555 años del nacimiento
de Leonardo Da Vinci

HÉCTOR CEBALLOS GARIBAY

Un deuda con Aguascalientes
MARCO ANTONIO CAMPOS entrevista con RUBÉN BONIFAZ NUÑO

El escritor
IGNACIO SOLARES

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Columnas:
Mujeres Insumisas
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Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

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Entrevista con Rubén Bonifaz Nuño
Marco Antonio Campos

Un deuda con Aguascalientes

Este año, patrocinado por el Instituto Nacional de Bellas Artes y el Instituto de Cultura de Aguascalientes, se creó el Premio de Poetas del Mundo Latino Victor Sandoval. El premio se da por trayectoria a un poeta mexicano y a un poeta de país de raíz latina. En este 2007, el premio fue otorgado al mexicano Rubén Bonifaz Nuño y al colombiano Juan Manuel Roca. El premio se entregará en octubre en la ciudad de Aguascalientes, que es una de las dos ciudades donde hay extensiones del Encuentro central que se realiza en Morelia. La obra de Bonifaz es de dimensiones impresionantes: gran poeta, el hombre que más ha traducido a los griegos y latinos en el mundo, director de la admirable Biblioteca Scriptorum Graecorum et Romanorum Mexicana, polémico y original prehispanista, maestro formador de generaciones y minucioso editor universitario. Desde los veintidós años, Bonifaz Nuño estuvo muy cerca de la ciudad de Aguascalientes como participante de los concursos florales, los cuales ganó cuatro veces. Con reconocimiento conmovedor, Bonfiaz explica en esta entrevista qué fue Aguascalientes para él .

Primero que nada quisiera decir que estoy muy agradecido con Aguascalientes, porque yo estaba lleno de dudas sobre mis posibilidades literarias, y en esa ciudad se empeñaron en demostrarme que yo era un buen escritor.

En 1945, cuando tenía veintidós años, concursé en los Juegos Florales que se organizaban año con año en abril en la ciudad de Aguascalientes, coincidiendo con la Feria de San Marcos. Ese año gané el cuarto premio, un accésit al primer tema, y fue el motivo que me llevó a esa ciudad. Sacó el primer premio Antonio Esparza, poeta poblano, excelente versificador, quien después publicó un solo libro. Ganó el segundo Jesús Reyes Ruiz, que era muy buen poeta, pero estaba acostumbrado a escribir poesía cívica para elogiar a gente poderosa, y el tercero fue para Miguel Álvarez Acosta, poeta muy bueno, quien sólo publicaría también después un solo libro ( Nave de rosas antiguas ) en Cuadernos americanos . Con Reyes Ruiz y Álvarez Acosta hice una inmediata y gran amistad, y en cierta manera fueron mis protectores. La reina de la feria en 1945 era una joven llamada Alma Tiscareño, y en 1946 Haydeé Romero. Eran dos bellezas deslumbrantes.

En aquel 1945 conocí a grandes maestros que me orientaron toda la vida. Para mí fue importantísimo Agustín Yáñez, que escribió una página definitiva para mí en su revista Occidente , en el número de septiembre-octubre de ese año, donde describe el largo viaje en ferrocarril a San Luis Potosí, luego en coche a Aguascalientes, y los días que permanecimos en esta ciudad. Recordaba, por ejemplo, cómo me paseaba solo por las calles y jardines y parecía hablar conmigo mismo, y tomaba y tomaba notas en un cuaderno, pero lo que más le impresionó fue cuando subí al proscenio del teatro a decir mis versos, y el contraste que había entre la forma de decir mis versos con la de los otros poetas, excelentes declamadores, el cual “era mayúsculo”. Yáñez me haría asimismo muchos años más tarde el honor de contestarme el discurso cuando entré a la Academia de la Lengua.

Conocí también (formó parte del jurado) a Gabriel Méndez Plancarte, quien me dio una gran lección, en una hora, de todo lo que es posible saber sobre cómo escribir un soneto. En mi vanidad, en mi torpeza, le pregunté en el Hotel París, donde nos hospedábamos jurados y premiados durante una semana, por qué razón le daban el primer premio a Antonio Esparza, si sólo mandó tres sonetos, y yo, que mandé diez, me otorgaban el cuarto. “Porque los sonetos de Esparza están bien hechos”, me contestó. Méndez Plancarte me explicó, entre otras cosas, que en los versos de los sonetos de Esparza no había asonancias internas, ni versos terminados en agudas, ni eran asonantes las rimas de tercetos y cuartetos. Tan bien aprendí la lección, que al año siguiente mandé a los Juegos Florales tres poemas, en sonetos la mayor parte. Por mis tres poemas me dieron los tres primeros premios, pero como era excesivo, el segundo y el tercer premios los agruparon en el segundo, y el tercer premio se lo dieron a Álvarez Acosta.

Uno de esos días de abril de 1945 llegó a sentarse Antonio Castro Leal a una mesa del café o restorán del Hotel París. Estaban Agustín Yáñez, Gabriel Méndez Plancarte, Carlos Pellicer y los poetas premiados. Alguien empezó a leer uno de mis poemas de La muerte del ángel , el poema que me permitió el accésit a los premios. Castro Leal se fijó en una estrofa, la cual mereció su elogio. Pellicer me dijo: “Muchachito, usted ha recibido un elogio de Antonio Castro Leal; guárdelo en su corazón.” Y lo he guardado tanto, que en este momento, sesenta y dos años después, se lo estoy diciendo. En aquellos años de los cuarenta los jurados eran muy distinguidos. Nada más piense lo que era ser premiado por Carlos Pellicer, Antonio Castro Leal, Xavier Villaurrutia, José Gorostiza o Agustín Yáñez.

Aguascalientes era una ciudad preciosa. En aquel 1945 las caminatas las hacía solo, porque en ese tiempo yo no tenía amigos en Aguascalientes ni nadie me conocía. Mi camino era del Hotel París, situado en Plaza de Armas, siguiendo la calle, que me dice usted que ahora se llama Venustiano Carranza, y que llevaba al Jardín de San Marcos. Aún recuerdo las gigantescas pilastras de piedra rosada y el jardín que entonces –no sé ahora– estaba sembrado en su mayoría de rosales. En el jardín me pasaba las horas.

En días de la feria había corridas de toros, peleas de gallos, espectáculos de palenque y todo tipo de juegos de apuestas. Una vez, con Agustín Yáñez, estábamos viendo una pelea de gallos, y se acercaron unas niñas religiosas. Le pregunté a Yáñez: “¿Y también ellas van a pelear?”, y él muy serio me contestó: “No, vienen a pedir dinero para su convento.”

En abril se llenaba de puestos el Jardín de San Marcos, fuera y dentro. En ese tiempo los homosexuales eran tratados injustamente por una sociedad que los despreciaba. A un lado del jardín había dos puestos de enchiladas manejados por jotos y las gentes decían con morbo: “Vamos a ver a los jotos.”

En 1946 ya era otra cosa. El ambiente me fue más familiar. Ya tenía buenos amigos, como el famoso tipógrafo y grabador Francisco Díaz León, y los poetas Jesús Reyes Ruiz, Miguel Álvarez Acosta y Pedro Caffarel Peralta. Mis amigos poetas ganaban todos los concursos, y cuando participaba yo, se conformaban con los segundos premios. Caminaba con ellos y saludábamos a todo mundo. Por eso pude estrechar la mano en la calle de grandes toreros como Alfonso Ramírez, el Calesero, y de Rafael Rodríguez, el Ciclón de Aguascalientes. En mis idas a Aguascalientes sólo asistí a dos corridas de toros: en una toreó Luis Procuna y en la otra Rafael Rodríguez.

¿Me pregunta si advertí con los años cambios físicos en la ciudad? Recuerdo uno fundamental: en 1945, la catedral tenía una sola torre; al año siguiente la segunda estaba construida a la mitad, y en 1948 ya estaba terminada. Pero el Jardín de San Marcos siguió siendo, hasta 1958 cuando gané mis últimos juegos florales, el jardín maravilloso de siempre, y el barrio de El Encino el lugar donde paseaba con los amigos, especialmente con Francisco Díaz de León. Francisco era tan conocido en Aguascalientes que los mariachis cantaban canciones en su nombre. Recuerdo una cuarteta: “Por el barrio de El Encino/ va Francisco Díaz de León,/ entonando sus canciones/ y tocando su acordeón.” Díaz de León, como grabador, ganó aun el Premio Nacional, y me hizo la distinción de diseñarme años después mí libro El manto y la corona . En la ciudad conocí también a otro gran señor. Se llamaba Alejandro Topete del Valle, quien creó el escudo de Aguascalientes, gracias a que ganó el concurso. No sé si fue en 1946.


Fotos: Carlos Cisneros / archivo La Jornada

Recuerdo también como algo muy emocionante los domingos en Plaza de Armas, cuando los muchachos y las muchachas caminaban en sentido contrario, muy despacio, alrededor de la plaza.

Volví a ganar en 1948 y 1949, y luego, en 1958, cuando se cumplieron los veinticinco años de los Juegos Florales. Convocaron a un concurso especial en el que entraron todos los poetas laureados, y participé, por cierto, y lo gané, con un poema de El manto y la corona . Eran tan bien dotados los premios de los Juegos Florales (no sólo en Aguascalientes) que yo viví mucho tiempo gracias a lo que ganaba con ellos. En ese tiempo era un dineral. Por decirle, en 1946, cuando me dieron los dos primeros premios, gané 2 mil 500 pesos. Al enterarse mi padre de eso, se asombró, porque nunca en su vida vio 2 mil 500 pesos juntos. El era telegrafista y su sueldo debía ser de 250 pesos mensuales; con eso debía mantener a toda la familia. En 1948 gané en Aguascalientes 2 mil pesos.

Al momento de premiar al ganador, las reinas le ponían a uno la flor en la solapa y uno les deba un beso en la mano. Era yo invenciblemente tímido. Me tortura y me avergüenza recordarlo. Alma Tiscareño, la reina de 1945, trabajaba –no sé si exista aún– en un lugar llamado La Casa de Vidrio. Ella me citó en su trabajo, y de puro miedo, no fui. En una ocasión, Haydeé Romero iba caminando sola por una de las calles de Aguascalientes, y yo empecé a seguirla, ella caminó más lentamente. Haydeé llegó hasta su casa y no me atreví a alcanzarla y saludarla. En esa edad sufría indeciblemente por las mujeres.

Desde 1958 no he vuelto a Aguascalientes. Sin embargo, puedo decirle otra vez abiertamente que si soy poeta se lo debo a esa ciudad. Si no me hubieran premiado, si Yáñez no hubiera escrito esa página que me tocó el alma, me hubiera dedicado a otra cosa, quizá a ser abogado, para lo que estudié. Tuve una juventud desdichada, pero Aguascalientes fue la felicidad de esa juventud.