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Carta remisa a doña Ernestina
Cuánto lamento, Ernestina, tener que escribir estas líneas, porque la razón que las causa no pudo ser peor. Poco importa que tenga yo esta mala costumbre de llegar tarde a las cosas importantes de la vida. Poco importa que no sea usted un programa de televisión del que esta columna se haga cargo. Poco importa ahora que no vaya usted a poder leer esta remisoria. Supongo que en vida tampoco le hubiera resultado factible hacerlo.
Le escribo –a la zaga, insisto, de todo ese desfile de carnaval en que se ha convertido su tragedia, bufón que siempre queda atrás– básicamente para enderezarle un reclamo: ¿cómo se ha atrevido usted? ¿Cómo se animó a morir así nomás? ¿Cómo sin dejar claro que exculpaba usted a los presuntos violadores que la asesinaron pero ahora nadie sabe, nadie supo, nadie vio de no ser por esa inasible declaración suya, que por poco nos la están volviendo declaración póstuma, malintencionada, perversa, casi casi perredista, que los medios masivos niegan, los poderosos condenan, los escépticos cuestionan y ninguno escuchó ni iba a escuchar nunca, aun años antes de su muerte, antes de ser noticia, de que se escuchara en la tele la palabra Zongolica como siguen sin escucharse en una misma frase las palabras vergüenza, oprobio, racismo, atrocidad o indígena?
Qué torcido sentido del timing el suyo querida señora. Mire que morirse a saber si de brutalidad, de gastritis o de puro olvido cuando recién empieza el segundo término de la derecha en el poder presidencial que es decir omnímodo; mire que ensañarse usted con el bienestar que cacarean los poderosos empresarios y sus empleados del gobierno. Mire que irse a morir por puro afán protagónico marginal ¿y para qué? Pues dicen algunos muy entendidos, afectados y severos señores en los medios y en los gobiernos que nomás por exhibir a la sociedad mexicana y su enfermedad terminal de indiferencia y clasismo. Qué poco decoro, señora. Mire que ir a ponernos en la vitrina de la ignominia. Mire que morirse usted como por una perversa vocación de contradicho precisamente cuando la tele, los diarios, buena parte de la radio, y con la tele, la radio y algunos periódicos las altas palabras, la retórica republicana de casi todos los niveles del gobierno, desde alcaldes y diputadillos hasta el enano presidente de la enana república de los enanos; desde inmaculados –prácticamente invisibles líderes sindicales hasta santos, humildísimos varones del alto clero, o sea, para evitarle la largueza de la paráfrasis, entre todos los que tienen o creen tener autoridad para decirnos, decía, lo bien que va la cosa, lo mejor que estamos los mexicanos ahora excepto, claro, los que tuvieron la pésima ocurrencia de morirse como usted, como algunos periodistas, como los cientos de perredistas asesinados que hace más de tres sexenios siguen sin ser vistos ni escuchados
así como usted y los suyos hoy, ayer y, según parece, siempre seguirán, también, invisibles y mudos para ciegos y sordos: siempre relegados a la orilla, acreedores de las sobras, usuarios forzados de los autobuses de los caciques, de sus tiendas de raya mal disfrazadas que las autoridades cercanas tampoco ven porque son sus socios y contlapaches, y no se atreven a tocarlos con el pétalo de una denuncia, mientras los políticos del centro, los grandotes, los de cientos de guaruras y helicópteros, ésos, doña Ernestina, igual que grandes obispos, tampoco ven ni escuchan porque para ellos usted no existe, nunca existió, nunca va a existir en un país de autopistas y centros comerciales y rascacielos con helipuertos, que es para lo que son los helicópteros, que no para perder el tiempo y la turbosina en remotos rincones exóticos que, ellos, usted y yo sabemos de sobra, están deshabitados porque usted y los suyos, doña Ernestina, y esa patraña de la deuda histórica con los pueblos indígenas, y sus niños muertos de enfermedades previsibles y sus caños a cielo abierto y su escolaridad de segundo de primaria aderezado con deficiencias, y el estrecho horizonte de trabajos de segunda mano son entelequia, gran mentira histórica, potencial y cómodo olvido del México de hoy, señora, para el que la mejor receta es, míreme usted, tomar el control remoto, así como hago en este instante, y encender la televisión para ser absorbido por la dulce irrealidad del mundo real y embobarme con un partido de fut, con un concursito pedorro de baile, con las agudas reflexiones de cualquier guapa conductora de la tele. Mire, así. Click.
Quedo de Ud., alelado.
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