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Otro sueño
Joaquín Marof
Soñé que sobre un país lejano veía tendida la figura del Dictador. Que este Dictador era un anciano atormentado que recorría con su pesadilla el desierto de San Pedro de Atacama, las montañas andinas que rodean el Acongagua, la piel de litoral refugiado en las aguas frías y en las rocas, las mismas en las que Neruda simuló conocer una cebolla. Soñé que el Dictador sería llamado a juicio, que su rostro de militar implacable por fin sería retratado con su número y ficha de indiciado, que en el ocaso de su vida de milico enojado, una realidad mutilada y oscurecida por su mano de cortaplumas por fin le arrancaría un símbolo de mortalidad, un pestañeo de desesperación que le arruinaría el final feliz de su muerte embellecida por el olvido. Soñé que Augusto viajaba en un tren a oscuras, rodeado por las sonrisas de todos los muertos que bailaron con él.
Ilustración de Gabriela Podestá |
Soñé que leía a Enrique Lihn y que lo veía escribir –en su libreta de notas y con una tinta verde que se parecía a las algas marinas– otro sueño, otra vida, otra pesadilla que por casualidad llevaba también el nombre de su país.
Soñé que yo era un mexicano anciano y carcomido por la arena y el desierto de Atacama y que los animales y peces que traía en mi memoria de trópico citadino se iban desintegrando al ritmo de las tormentas de arena, que también desaparecían las calles y los edificios de Ciudad de México, sus fulgores de ciudad derrotada, que con el viento se iban las palabras de esa zona muda que parpadea en el sueño.
Soñé que el mundo se despeñaba por el callejón lunar de un país que se llamaba Chile, que sus poetas y sus memoriosos se encontraban también en otro sueño que tenía las marcas alegres de la foto del Dictador en traje de preso, que desde el sueño de república fallida se iban convirtiendo en piedras de aire y en caballos de agua.
Soñé que la punta de todo lo soñado se mojaba los pies en la bahía de Totoralillo.
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