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BEETHOVEN
Debussy afirmó que era un lugar común admirar a Beethoven, pero que también lo era declararse antibeethoveniano: con esa frase redujo a locus vulgaris todo lo concerniente al músico de Bonn. Sin temer el lado oscuro de ese lugar, críticos mexicanos como José Antonio Alcaraz y José Rafael Calva se declararon furibundos antibeethovenianos durante casi todos los momentos de sus vidas, en oposición a seguidores no menos aguerridos, como Romain Rolland y Emil Ludwig. El comentario debussiano es certero en algo: la muchas veces indocumentada fascinación por Beethoven es equivalente al inexplicable gusto de casi todos los mexicanos por el mariachi, pues pareciera deberse a una combustión espontánea –asunto ya explicado en la barroca teoría del flogisto–, a una emoción automática, inquebrantable. ¿Cómo no estremecerse ante la Novena si hasta los más duros se quiebran frente a las trompetas del "Son de la Negra"? ¿Es posible no conmoverse ante la tragedia de un compositor sordo? ¿No se heroiza cada persona ante la rebeldía de Ludwig van frente al Destino?
Si Beethoven hubiera muerto a la misma edad que Mozart, aquél sería un prestigioso autor de segunda línea –muy sobresaliente respecto a Hummel y Spohr–, pues aunque su obra resultara original, todavía le faltaban muchas cosas importantes por componer. Lo más llamativo de su catálogo abarcaba, hasta 1805 (año en que el compositor sabía que se estaba quedando sordo), las tres primeras sinfonías, los cuartetos op. 18, las primeras veintitrés sonatas para piano (incluidas las Pathétique, "Claro de Luna", "La tempestad" y "Waldstein") y los tres primeros conciertos para piano. Hasta 1805, además, Beethoven seguía siendo un compositor marcadamente ilustrado, en la tesitura de Haydn y Mozart (la obra del último período no es romántica, sino Última Tule de las posibilidades expresivas y técnicas de la Ilustración, como también ocurre con los ejemplos literarios de Tristam Shandy, de Sterne; y Jacques, el fatalista, de Diderot).
La música de Beethoven se contamina con la leyenda beethoveniana, fomentada en vida del compositor por Anton Schindler –su alumno–, ficcionalizada por Bettina Brentano, idealizada por Berlioz, corregida por Wagner y aumentada por críticos como Sullivan: así, la vida de un hombre más bien feo, chaparro y malhumorado, extremadamente descortés, sin fortuna en amores, con mucho desorden en su vida personal, autor de escritos y cartas de tono individualista y contestatario, lento constructor de obras musicales y de un estilo personal "lleno de tachaduras", se convirtió, gracias a los autores decimonónicos, en una biografía "napoleonizada" con tintes heroicos en las lides estéticas, donde se aprecian las huellas de la filosofía idealista y la novela romántica. Al final, la maraña biográfica impidió escuchar la música a muchos auditores de la obra de Beethoven: ¿cómo degustar la vigorosa Quinta sin la impronta del hombre que retó al cielo con el puño antes de morir y dejó frases como "mi reino está en los cielos", desdeñoso de la Fortuna y las miserias humanas?
Cuando se llega hasta 1813 en la cronología de Beethoven, se comprueba que, a esas alturas, ya se trataba de un compositor fortalecido que había dejado atrás la "segunda línea"; después de las obras de ese año, es incomprensible que sus fans viajen tranquilamente hasta la Novena sin la frecuentación de las cinco últimas sonatas, las Variaciones Diabelli, la Missa solemnis, los últimos cinco cuartetos y la Gran Fuga, op. 133
Estas catorce obras representan cerca del diez por ciento del total de la obra canónica de Beethoven (sin considerar mucha obra para piano, de cámara, vocal y escénica, que se ha ido descubriendo con el paso de los años) y en ellas se encuentra el verdadero visionario de la música, la cristalización del trabajo anterior, la posibilidad de entender por qué suscitaba la admiración de Schubert, Schumann y Brahms mientras Von Büllow lo incluía entre las tres grandes Bes alemanas y, tal vez, la posibilidad de entender por qué no le causaba ninguna simpatía a Goethe, el Genio Óptico que prefirió apostarle musicalmente al joven Mendelssohn.
Debussy asoció a Beethoven con el lugar común y contra eso se vuelve necesario un ejercicio saludable: olvidar la biografía beethoveniana para iniciar una zambullida en la obra última; luego, desde ahí, resignificar toda su música previa para escucharla de otro modo, que es lo importante.
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