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LUIS TOVAR
Una jornada
(fragmento XXVI)
Desde que recuerdo, la tarde siempre me ha provocado un desasosiego que no por leve me resulta más llevadero. Cuando era niño solía soñar con el sol ocultándose detrás de los cerros que se veían a lo lejos, hacia el poniente, desde la ancha avenida perpendicular a la calle en la que viví hasta los diecinueve. Era una avenida de doble sentido, con camellón, bordeada de casas bajas, casi todas de una sola planta, y el sol podía pasearse a gusto en el asfalto.
Yo miraba largamente la luz, cada instante más horizontal, tanto en sueños como despierto, y siempre imaginé que si echaba a correr con la suficiente rapidez podría alcanzar al sol e incluso rebasarlo. De pie, inmóvil sobre la avenida –entonces mi colonia no era el emporio del automóvil que ahora es--, me daba por envidiar a los que vivían del otro lado del cerro porque ellos podrían ver el atardecer de un modo que a mí me estaba vedado.
Permanecía un buen rato mirando la cotidiana muerte de la tarde, y de algún modo me enojaba con el cerro frente a mí, porque era su culpa que mi colonia, mi avenida, mi calle y yo recibiéramos la noche antes que quienes vivían del otro lado.
Ahora sé que ese cerro dista de lo que fue mi barrio de niño unos ocho kilómetros aproximadamente, pero cuando yo soñaba con la tarde y su lengua de luz que me tocaba el rostro, me parecía que el cerro quedaba poco antes del fin del mundo. No tenía ni cinco años. Las distancias, por supuesto, eran einsteinianas. La colonia vecina, por ejemplo, a la que me llevaban entre semana a pie –mi madre-- y los domingos en coche –mi padre nos llevaba a todos al sopor matutino o nocturno de la misa--, era tan diferente a la mía en su arquitectura, en el trazo urbano y hasta en los olores que emanaban de las casas, en los sonidos domésticos y la música que podía escucharse al andar por las banquetas; era todo tan poco parecido al silencio y la quietud casi totales que al llegar la noche se adueñaban de mi colonia, que en la vecina yo me sentía de verdad en una tierra incógnita y, de no haber sido porque al andar por esas calles nunca estuvo ausente de la mía la mano de mi madre, habría sido mucho más grande el miedo que me provocaba ese tumulto de vida que se desbordaba en cada esquina.
Apenas ahora que me pongo a recordarlo viene a mi memoria que la calle principal de la colonia vecina siempre la recorría del poniente hacia el oriente. Divididas por un río de aguas negras que, según me aseguraban los mayores, alguna vez sirvió para que la gente se bañara, mi colonia y la de junto eran para mí símbolos rotundos del blanco y el negro, lo bueno y lo malo, todas esas oposiciones que de niño se ven tan radicales sin que de verdad lo sean.
Pero vuelvo a la tarde o, mejor dicho, a mi sueño recurrente de la tarde. Como mi deseo era alcanzar al sol, me echaba a caminar, y después a correr, rumbo al poniente. La avenida se hacía larga, no terminaba nunca y por supuesto yo jamás me acercaba ni un poco al sol.
Entonces no me daba cuenta –y percibirlo ahora no es ningún consuelo--, pero la infinitud de mi persecución, que duraba siempre hasta el momento en que abría los ojos, le confería a la tarde la condición de ser también interminable. Si entonces hubiera sido consciente de esa maravilla cuya naturaleza onírica no le hacía menoscabo, tal vez la tarde no me provocaría incluso hoy la sensación de estar perdiendo algo más insoslayable que el tiempo o la vida.
En la lógica de mi deseo –la misma que la del sueño-- no cabía la noción de que si por alguna magia o arte hubiese finalmente podido colocarme bajo el sol, como yo quería, la tarde habría dejado de ser eso que era para volverse mediodía, y, por supuesto, si lo hubiese rebasado alguna vez, para mí podría incluso estar amaneciendo. Adiós tarde, en ese caso. Pero no era evitarla lo que buscaba, sino que no concluyera nunca.
Tampoco podía darme cuenta, y tampoco lo buscaba, que si fuese dable, como yo quería, alcanzar a mi albedrío al sol poniente, lo que hubiera evitado era a la noche, y contra ella nunca he tenido nada, sino al contrario. Yo quería ver la tarde pero de otro modo. Todavía no puedo definir muy bien cómo imaginaba ese sol y esas nubes que sí eran del ocaso pero vistas desde abajo e incluso desde el otro lado.
No conozco ninguna pintura que trate de reproducir el paisaje que se dibujaba en mis ojos de cuatro años. Sólo he visto algunas obras donde los colores en algo se asemejan, y siempre han sido de arte abstracto. El día que vea uno donde se haga el retrato de mi tarde posiblemente deje de sentirme, como ahora, preso de este permanente desasosiego vespertino.
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