México D.F. Lunes 16 de agosto de 2004
León Bendesky
Por dentro
El país está cada vez más dividido entre quienes apoyan una serie de reformas económicas y sociales y quienes las rechazan; entre los que defienden las formas de la gestión de las políticas públicas y aquellos que las critican; entre los que consideran que la dirección que se sigue no sólo es la correcta, sino la única, y otros que piensan que estamos estancados sin encontrar un rumbo favorable para el desarrollo.
Pero esta disputa que nos ocupa desde hace 20 años y que se hace cada vez más aguda, no significa que no ocurra nada. Mientras persisten y se van agravando esas diferencias, se han ido validando situaciones y tomado decisiones de gran relevancia para esta sociedad.
Así ha pasado con la forma en que se administró la crisis de la deuda externa durante los años 80, la negociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, la manera en que se privatizó el sistema bancario y cómo se administró la crisis de 1995, la muy desaseada resolución del fiasco financiero más grande de la historia, que es el caso Fobaproa-IPAB, el imprudente manejo que se ha hecho de la industria petrolera o el modo en que se aprobó la reciente reforma a la Ley del IMSS.
En el marco de esta división no hay consensos que nutran un proyecto de nación que se exprese en una perspectiva de Estado en la que quepan las diferencias. Ante esa ausencia sólo pueden crecer las fricciones y los conflictos. Pero, además, se exponen los límites de los acuerdos democráticos y se plasma, en cambio, el carácter autoritario del proceso de transformación impuesto en México.
Una interpretación muy socorrida sobre esta situación, tanto en la derecha como en la izquierda del espectro político, es que las presiones provienen de fuera y fuerzan no sólo la necesidad de ajustar y transformar el modo en que funciona esta sociedad, en especial en el terreno económico, sino que también imponen la forma y la intensidad de los cambios requeridos. Es una especie de fatalidad.
Pero el pensamiento fatal (en el sentido de inevitable) converge con el pensamiento único, y las soluciones que de él se desprenden nada más pueden beneficiar a intereses particulares y muy bien definidos. Por eso resulta conveniente, aunque sea por distintas razones políticas, sostener la idea de que todo viene impuesto de fuera, sea por la naturaleza y los efectos de la globalización, sea por los designios de la política imperial de Estados Unidos o por las imposiciones de los organismos multilaterales que la representan.
Todo eso existe, pero el hecho es que las creencias tienden a volverse una verdad aceptada de la que se puede sacar provecho y se fortalecen incluso hasta por comodidad para que no alteren la visión del mundo con la que se piensa y con la que se actúa, y también acaban por ser aceptadas a fuerza de tanto repetirse.
Las presiones externas son reales, pero en México han encontrado un campo fértil. Buena parte del problema de esta sociedad está adentro. Está en la manipulación política. Está en la manera en que se han forzado cambios profundos, pero aislados de medidas de soporte que favorezcan la creación de espacios económicos que produzcan más riqueza sin marginar de modo creciente a amplios grupos de la población, a sectores productivos casi por entero y a porciones grandes del territorio. Está en la debilidad institucional que distorsiona la asignación de los recursos públicos y privados, y en la dogmática y tramposa aplicación de la idea de que sólo el mercado conduce a las mejores condiciones para elevar la productividad interna, el bienestar de la población y lograr el mejor ajuste a las exigencias que vienen de la competencia externa.
Tenemos un acuerdo de libre comercio con la economía más desarrollada del mundo, sin mecanismos de compensación y del cual sacamos las menores ventajas; así, seguimos vendiendo mano de obra barata como nuestra principal ventaja competitiva. Tenemos un sistema bancario en manos de los principales bancos del mundo, saneado y flamante, pero con un bajísimo nivel de crédito al sector productivo y que vive de la renta de la deuda pública. Tenemos abundantes recursos petroleros, pero una industria cada vez más débil y comprometida. Es mayor la informalidad y la pobreza se mide por grados que intentan ser cada vez más precisos para justificar su disminución. Esta es una sociedad débil e insegura con grandes fracturas.
En esta sociedad se ha ido minando la capacidad de resistencia interna y eso la hace más vulnerable a las presiones externas. Así no hay reformas que valgan, sino que se hacen parches que sólo crean un modo trunco de funcionamiento que sigue cumpliendo su fin de reproducir las ventajas existentes. Este sistema sí sirve para un segmento pequeño en sectores y negocios muy rentables, pero genera cada vez mayor desarticulación y enorme ineficiencia no únicamente en términos económicos y financieros, sino a escala social. Adentro es donde hay que arreglar al país y hacer de éste siquiera un sistema menos depredador.
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