Luis González Souza
Navegar
México podría ser mucho mejor de lo que es hoy. Es una noción que confirmamos durante estos últimos cuatro meses que, luego de encallar, permanecimos en Vietnam. Recuperada la nave, estoy aquí y deseo compartir la bitácora de lo vivido y lo deseado. Tres aspectos del territorio en que desembarcamos llamaron mi atención:
Uno. Democracia desde las calles. Esto quiere decir dos cosas: primera, el hecho cotidiano de que ahí nadie es dueño de las calles, es más, los coches se supeditan a los vehículos más baratos y por lo tanto dominantes, bicicletas y motocicletas (algo así como la dictadura del proletariado desde las ruedas) y, segunda, la proliferación de pequeños comercios, que es una forma de democratización del capital, distribución de la riqueza exigida para todo proyecto de nueva sociedad, contrastante con toda la palabrería del changarrismo conocida por los mexicanos.
Dos. Inserción inteligente en el mundo de la globalidad. Existe una planificación por parte del Estado en los tres rubros clave: inversión, comercio y finanzas. Desde luego que en Vietnam hay inversión extranjera, pero no siempre determinante del curso de la economía ni aniquiladora de las empresas nacionales. Mucho menos se prohíja la formación de monopolios. Ahí -lo repetimos- la riqueza es de todos y para todos. Vaya contraste con la economía de mercado. Libertad de comercio desde luego que también la hay, pero siempre bajo una efectiva diversificación y nunca conducente al libertinaje de los pudientes. Otro tanto ocurre con las finanzas; la deuda externa existe ahí, pero no como grillete sino como complemento e insumo necesario para el desarrollo económico. En pocas palabras, el Estado sí se hace responsable de lo que le compete y siempre se encuentra vigilado y hasta estimulado por la propia ciudadanía.
Tres. Cultura de renovación permanente. Primero, porque no se desgastan en rencores hacia quienes tanto daño les hicieron: invasores chinos, japoneses, franceses y estadunidenses. De hecho, a todos estos se les observa en las calles todos los días y se les atiende como al mejor de los ciudadanos. No hay tiempo para recriminaciones, parecería ser la consigna. Segundo, porque incluso en el último congreso del Partido Comunista Vietnamita (1991), se confirmó a la Doi Moi, política de renovación integral, como el eje central del desarrollo futuro de Vietnam.
Aquí también se cuecen habas. Las más nutritivas que percibimos a nuestra llegada fueron tres: la primera, la percepción de una sociedad civil mucho más dispuesta a regirse por un espíritu unitario que en décadas anteriores. Nuestra apuesta ahí es que el proceso no naufrague por protagonismos o sectarismos, ni siquiera por una concepción idealista o vanguardista de la unidad. La segunda, el nacimiento de la revista Rebeldía, tan prometedora y articuladora seguramente del creciente número de luchas que distinguen al México moderno. Ahí la apuesta es que esta especie de Iskra mexicana detone los cambios positivos que nuestro país requiere. Y la tercera es el encuentro con la cosmovisión indígena basada en el nosotros, en el que todo tiene corazón, como una relación de sujeto a sujeto, nosotros tierra, nosotros planta y persona; gracias al trabajo del buen amigo Carlos Lenkersdorf cuya obra más reciente, Tojolabal para principiantes, acabamos de conocer.
Vietnam no es la utopía consumada. Simplemente es el germen de una nueva sociedad y una modesta comprobación de que otro mundo es posible. Sobre todo cuando este se forme con uno, dos, tres, muchos Vietnams, o también, por qué no, con muchos Méxicos, pero no como el de ahora, sino enriquecidos con experiencias como las que en una estancia tan corta se hicieron evidentes.
En estos tiempos de corsarios, para todos la tormenta y para todos la paz, para nosotros la necia voluntad de navegar (Briseño dixit).
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