l presidente estadunidense, Donald Trump, encabezó una gira relámpago por Israel y Egipto para celebrar el acuerdo entre el régimen que encabeza Benjamin Netanyahu y el movimiento islamita palestino Hamas. Para el magnate, la frágil tregua “no es sólo el fin de una guerra”, sino “el amanecer histórico de un nuevo Medio Oriente”, que será recordado por las generaciones venideras como “el momento en que todo comenzó a cambiar”. El mandatario estadunidense y los funcionarios que lo acompañaron recibieron 33 ovaciones de pie del primer ministro y los congresistas israelíes, quienes afirmaron que el mundo necesita más Trumps y lo llamaron “el presidente de la paz”, “el mejor amigo que Israel ha tenido en la Casa Blanca” y un “gigante” de la historia judía, entre otros elogios tan hiperbólicos como los que el republicano se dispensa a sí mismo.
En las horas de aplausos y sonrisas intercambiados por los funcionarios del gobierno genocida y su mayor valedor no hubo un instante para el lamento por los casi 70 mil palestinos masacrados, el incalculable número que permanece entre los escombros a que se encuentran reducidos 90 por ciento de los edificios en la franja de Gaza ni para los centenares de miles que desfallecen de hambre por el bloqueo de Tel Aviv a toda asistencia humanitaria. No sólo eso: al mismo tiempo que Netanyahu aseguraba a su invitado: “señor presidente, usted está comprometido con esta paz; yo estoy comprometido con esta paz, y juntos, señor presidente, lograremos esta paz”, las tropas de ocupación israelíes recorrían Cisjordania arrasando las casas de los rehenes palestinos que fueron liberados como parte del acuerdo.
Semejante discrepancia entre las palabras y los hechos exhibe que el presunto alto el fuego ni siquiera es tal y mucho menos merece el nombre de paz, pues se trata de una imposición neocolonial diseñada a fin de consolidar la violencia sionista, reforzar el rol imperial de Washington en la región y facilitar a los cómplices de Tel Aviv la justificación del genocidio. Para convertirse en paz, la situación debe evolucionar hacia el reconocimiento pleno de la soberanía palestina sobre Gaza, Cisjordania y Jerusalén Oriental; la presentación ante la justicia de los responsables de crímenes de guerra y los promotores de la limpieza étnica; el desarme de Israel bajo supervisión internacional, y la erradicación de las ideologías de supremacismo racial, cuyo máximo exponente en la actualidad es el sionismo.
Para que haya alguna posibilidad de avanzar en ese camino, Egipto, Qatar y Turquía –países que se comprometieron como garantes del acuerdo sobre Gaza– tienen el deber de exigir condiciones mínimas de supervivencia para el pueblo palestino: la desocupación inmediata de Cisjordania de tropas y colonos israelíes, la liberación de todos los rehenes palestinos secuestrados por las fuerzas ocupantes, el cese de las provocaciones y la salida de Gaza de los militares israelíes para permitir el inicio urgente del reparto de alimentos y la reconstrucción. De manera simultánea, es imperativo aprovechar toda oportunidad de la comunidad internacional para presionar a Washington y Tel Aviv a fin de que cumplan la conformación del Estado palestino, que en el plan trumpiano queda como una aspiración postergable ad infinitum y condicionada a los caprichos israelíes.