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Gaza: El odio circular
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a tarde del 2 de octubre de 2025 en la Ciudad de México, una marcha concebida para conmemorar el trágico parteaguas de 1968 en Tlatelolco se transformó en algo más: un lienzo crudo de la fractura global. Más allá de las lamentables muestras de violencia anárquica e impune que siempre, por desgracia, acompañan estas movilizaciones, emergió un síntoma inequívoco de nuestros tiempos: la manifestación pro Palestina.

¿Qué vínculo podría tener el conflicto en la franja de Gaza con la represión estudiantil mexicana de hace 57 años? Objetivamente, ninguno. Sin embargo, la Ciudad de México no es una isla ajena al pulso global. La dinámica es ya un patrón universal: casi cualquier manifestación, de lo que sea, termina convergiendo en Gaza. Lo vemos en las riñas verbales de las sesiones del parlamento español, en las protestas por temas pensionarios en Francia y, sí, incluso en las marchas por derechos civiles en Estados Unidos. Todas, tarde o temprano, terminan en Gaza.

La pregunta clave es: ¿por qué? La respuesta es tan sencilla como aterradora: el mundo está presenciando, en tiempo real, desde la palma de la mano y a través de un teléfono celular, lo que el derecho y el diccionario definen como genocidio: el exterminio deliberado de una población, de un pueblo, por razones de raza y religión. La ubicui-dad y la inmediatez de la tecnología han convertido a cada ciudadano global en un testigo presencial de la crisis humanitaria. Gaza se ha vuelto el epicentro moral de las protestas globales, el crisol donde se mide la sensibilidad y la indignación ante la injusticia de es-cala masiva.

La narrativa del primer ministro Benjamin Netanyahu, centrada en la necesidad de aplastar a Hamas sin reparar en costos tras los salvajes ataques terroristas a la población civil israelí, ha quedado totalmente rebasada. Para la opinión pública internacional, la línea que separa la legítima revancha del Estado de Israel contra una organización terrorista y el exterminio del pueblo palestino en Gaza se ha borrado por completo.

Israel ha logrado un avance militar innegable en el terreno, pero su élite gobernante ha perdido, de forma estrepitosa, la guerra de la comunicación. Esta derrota es tan profunda que incluso fractura a sus principales aliados y a la propia comunidad judía global. Una reciente encuesta del Washington Post es reveladora: 61 por ciento de los judíos estadunidenses encuestados afirma que Israel ha cometido “crímenes de guerra” en el conflicto. Este dato subraya una profunda disonancia entre la estrategia de la élite de gobierno israelí y la conciencia moral de una parte significativa de su propia diáspora.

Las decisiones de la élite que gobierna Israel han logrado fortalecer su posición interna en el corto plazo, pero han tenido un efecto devastador para el pueblo judío en el mundo. Este pueblo se encuentra hoy más expuesto que nunca a un resurgimiento virulen-to del antisemitismo y a la justificación velada o estridente de la violencia en su contra. Han perdido ante la comunidad internacional, ante sus aliados tradicionales y ante naciones que mantenían una posición neutral.

Este conflicto, más que una guerra por territorio se ha transformado en un odio circular. Las imágenes de destrucción y las pérdidas de vidas inocentes sembrarán en generaciones enteras de palestinos un odio alimentado por el ensañamiento y la pérdida, una carga que el pueblo de Israel deberá soportar en las próximas décadas.

La magnitud de las decisiones de Netanyahu no sólo ha generado la crisis humanitaria más relevante de los años recientes, sino que ha abonado a la inestabilidad geopolítica global y a la radicalización de posiciones extremas. Ha ofrecido munición a la polarización internacional y ha fortalecido a actores que se alimentan del caos regional. Esta es una guerra que, con suerte, podría conocer una tregua temporal, pero que, por su esencia y las heridas abiertas en la conciencia colectiva, simple y sencillamente, no tiene un fin previsible.

La Jornada ha sido consistente en “cabecear” las notas como lo que estamos atestiguando: un genocidio. Uno que delata también la irrelevancia de las instituciones creadas en la posguerra para evitar invasiones, holocaustos y la escalada de todos los conflictos.