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Lecciones de pesimismo
S

abía que el amor es lo único que compensa la muerte, y creía en la bondad infinita de los perros; siempre tuvo caniches, y los quiso más que a la gente, en particular a Atma (alma, aliento de vida), y fue pionero de los derechos animales. Era ese vecino que no saluda, o lo hace con un gruñido. El maestro que no dice buenos días. El autor que temen los editores. La fama, esa falsa posteridad, lo recuerda misógino (sus vituperios a la mujer hacen las delicias del feminismo antipatriarcal), misántropo, arrogante, pesimista. Un día empujó a una anciana, la hizo caer, y debió pagarle una pensión por el resto de su vida. Para colmo, fue mal hijo. Siempre peleó con su madre, la olvidada novelista Johanna Hernriette Trosiener, quien ante la publicación de su primera obra dijo: “¿Y quién va a leer eso? Ni siquiera se entiende el título”. Se trataba de La raíz cuádruple del principio de razón suficiente (1813). Hay que reconocer que, en ésta al menos, Frau Johanna tenía un punto. Y como el extranjero de Camus, Arthur no fue a su entierro.

Otro cargo en su contra, muy polémico, es su presunto antisemitismo espontáneo, como buen alemán del siglo XIX. En todo caso, Arthur Schopenhauer (1788-1860) lo supo contener en sus obras mayores. No le gustaban los dioses en general, y el que más rechazaba era Jehová, el peor. En cambio, se interesó en el budismo un siglo antes de los beatniks y los jipis. Profesó admiración por los judíos y sus talentos; sería admirado por Sigmund Freud y Albert Einstein. Quienes argumentan en su favor señalan que su albacea literario, Julius Frauenstädt (gran nombre para el caso), era judío, y se dice que no había nada en su conducta que sugiriera antipatía por los judíos que lo rodeaban.

No fue perita en dulce, pero sus escritos transformaron la filosofía y marcaron nuevas rutas al pensamiento racional. Su sentido de lo trágico llega a parecer cómico, y en el fondo lo es. Admite que para los griegos los dioses eran una necesidad impenetrable, una respuesta provisional satisfactoria. “Pero un dios como ese Jehová, que anima causa, por su gusto y por capricho origina este mundo de miseria y lamentaciones, y que se aplaude por ello, ya es el colmo”.

Con justa razón, su reputación de pesimista es abrumadora. Me recuerda con regocijo a EM Cioran, que tantas veces mata de la risa con su impúdica negatividad, algo que comparten Franz Kafka y The Smiths. ¿Para qué nacimos? ¿Para esta mierda? De haber sabido no vengo. En sus meditaciones sobre Los dolores del mundo (Editorial Sequitur, España) con certeza aforística establece: “El mundo es el infierno, y los hombres se dividen en almas atormentadas y diablos atormentadores”. Admite que su filosofía carece de consuelo. Para los que esperan discursos gratificantes aconseja que “vayan a la iglesia y dejen en paz a los filósofos”. Adelantándose a Cioran y Sartre, afirma que “turbar el optimismo obligado de los profesores de filosofía es tan fácil como placentero”.

Somos miserables porque podemos serlo y no resistimos la tentación: “El dolor no brota de no tener. Brota de querer tener y no tener. El querer tener es la conditio sine qua non para que el dolor sea eficaz”. Obviamente, leyó el Tao, mas su navaja es implacable: “Los errores morales hacen el mundo, incluso el mundo físico, gradualmente más malo, hasta procurarle lo triste de su actual forma”. Si hoy leemos las noticias del mundo, los avatares de la ONU en caída libre, el odio ultraderechista y neonazi envenenándonos veinticuatro-siete, no podemos sino darle la razón.

Aunque le desagrada el Antiguo Testamento, encuentra que la idea del pecado original es, más que una alegoría, un hallazgo de la invención bíblica que lo reconcilia con ese libro que no admira. Y de pronto prefigura a Kafka (quizá lo influye): “Habría que considerar este mundo, en verdad, como un lugar de penitencia, como una colonia penitenciaria, según la califican ya los más antiguos filósofos y ciertos padres de la Iglesia”. Los griegos, Brahma, Buda, aún “el cristianismo más puro”, coinciden en considerar esta vida “la consecuencia de una falta, de una caída” (otra vez Camus).

Nada más demoledor que su consuelo: “La certeza de que el mundo, y por consiguiente el hombre, son tales que no deberían existir, es como para llenarnos de indulgencia los unos para con los otros. ¿Qué esperar, en realidad, de tal especie de seres?” Es difícil no pensar en los seguidores de Trump y Netanyahu cuando don Arturo concluye: “La verdad no es útil para domeñar a las almas bárbaras, para impedirles que caigan en la injusticia y en la crueldad; ni siquiera pueden concebirla. Lo útil es el error, un cuento, una parábola. Este es el origen de enseñar una fe positiva”.

La doctrina ultraconservadora en Estados Unidos sabe bien, como Goebbels, que la verdad es un enemigo mayor para sus planes, y prometen el retorno a una presunta grandeza perdida, no muy diferente de la mitificación asesina israelí de la “tierra prometida”. Con razón nuestro filósofo prefería a los dioses helénicos, cuando menos no se andaban con promesas.