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Redistribuir sin producir es condenarse
U

na izquierda moderna debe reducir desigualdades sin renunciar al crecimiento. En México y América Latina la justicia social se ha intentado vía gasto corriente y transferencias, sin construir la base productiva que lo sostenga. El resultado es alivio inmediato, pero sin cambio estructural que eleve productividad, genere empleo calificado y expanda cadenas de valor. Se redistribuye, pero sin crear la riqueza que se reparte.

Se presenta como “keynesiana”, pero el keynesianismo serio es anticíclico: gasta en recesión, ahorra en bonanza y dirige el impulso a sectores capaces de responder con más oferta doméstica. Cuando una economía carece de capacidad productiva y su sistema financiero no canaliza crédito industrial, el estímulo se filtra en importaciones, ensancha el déficit y erosiona ingresos. No es debate doctrinario, sino experiencia de economías abiertas sin aparato productivo.

El cuello de botella es financiero y productivo. El Banco de México es autónomo del Ejecutivo, pero sumiso ante una banca que concentra 76 por ciento de los activos en cinco instituciones extranjeras. Fija la tasa de interés, pero no controla el destino del ahorro. Así tenemos estabilidad cambiaria aparente, pero no inversión productiva. La soberanía financiera sigue ausente.

Es cierto que los programas sociales han reducido pobreza. Ese logro es real, pero sin motor productivo esas conquistas son frágiles: dependen del ciclo político y de la coyuntura fiscal. El consumo interno crece, sí, pero no por salarios industriales ni por productividad, sino por el asistencialismo. Se gasta más, pero se produce lo mismo. El mercado interno se infla hacia afuera: aumentan ventas de importados, no cadenas nacionales.

De ahí la falacia de “expandir el mercado interno” mediante transferencias sin industria. El mercado no se fortalece cuando crece el consumo de bienes externos, sino cuando aumentan fábricas, proveedores locales y empleos que sostienen la demanda. Ejemplo: los trenes adquiridos para proyectos nacionales se fabricaron en gran parte en el extranjero, con escaso contenido nacional. Una inversión estratégica se tradujo en aprendizaje y empleo fuera del país, no en México.

La región ofrece lecciones. Argentina encadenó gasto y deuda hasta inflación crónica; Venezuela desperdició su renta sin diversificación; México combinó programas sociales con estancamiento industrial. Nada invalida la redistribución, pero muestra su condición: sin capacidades productivas, la equidad depende de booms transitorios o de tipos de cambio favorables.

El contraste asiático enseña método. Japón, Corea, Taiwán y luego China articularon banca pública y comercial, metas de crédito, disciplina macroeconómica y política industrial selectiva. La inversión extranjera directa fue útil como complemento para acceder a tecnología y mercados, pero ningún país exitoso basó su desarrollo en la IED. La empresa nacional, el crédito productivo y la planeación estatal fueron siempre el eje. En Corea, el crédito productivo superó 40 por ciento del total durante la industrialización, frente al bajo porcentaje en México, donde predomina el crédito al consumo. La consigna fue clara: primero producir y ahorrar; después consumir.

¿Qué hacer en México? Cambiar de régimen de crecimiento. Una ruta viable tiene cinco ejes. Primero, soberanía financiera pragmática que discipline al sistema bancario, con metas de crédito productivo y banca de desarrollo que otorgue garantías y coinversión a pymes industriales. Segundo, política industrial selectiva en sectores con encadenamientos –acero, maquinaria, autopartes, electrónica de potencia, química fina, agroindustria avanzada– donde el Estado use compras públicas y contenido nacional para detonar proveedores. México debe empezar a fabricar su propia electrónica de consumo, como paso inicial hacia el diseño de circuitos integrados, y recuperar la producción de fármacos y agroquímicos que hoy importamos. Tercero, orientar ciencia e innovación a misiones nacionales –salud, energía, movilidad eléctrica, soberanía alimentaria–, con transferencia tecnológica efectiva y vinculación universidad-empresa. Cuarto, impulsar capital humano técnico con formación dual y educación tecnológica que eleven productividad laboral. Quinto, un pacto salarial que haga del empleo digno el ancla del mercado interno, para que la productividad no se traduzca en desigualdad sino en consumo popular que fortalezca la industria nacional.

No se trata de escoger entre equidad y crecimiento: la clave es sostener la equidad con productividad, vincular justicia social con modernización industrial y construir un círculo virtuoso.

También es necesario actualizar la caja de herramientas macro. Mantener equilibrio fiscal no es austeridad: significa priorizar inversión pública estratégica, coordinarla con crédito de desarrollo y usar tipo de cambio y tarifas energéticas para fortalecer encadenamientos nacionales. La estabilidad no debe ser fin en sí misma, sino plataforma de transformación productiva.

La política debe recuperar dirección. La dispersión de programas multiplica costos y diluye impactos. Un centro coordinador de política productiva –capaz de fijar metas, medir y rendir cuentas– vale más que 100 iniciativas inconexas. La capacidad de ejecución es la nueva frontera del desarrollo.

La decisión es clara. O seguimos administrando carencias con gasto corriente que se agota pronto, o construimos la base productiva que hace sostenibles los derechos. Un país que ahorra, invierte y aprende, que encadena proveedores y eleva salarios, puede redistribuir sin fragilidad. La justicia social depende de la ambición industrial. Y para lograrlo es urgente mexicanizar la banca –no nacionalizarla, sino asegurar que sea propiedad de mexicanos y funcione en favor de prioridades nacionales. Sólo así el ahorro dejará de alimentar la especulación o las utilidades remitidas al exterior y se convertirá en crédito productivo para la industria y el empleo. México puede y debe redistribuir porque produce, y producir porque invierte en su gente y en su industria. Ese es el horizonte de una modernización nacional.

*Director del CIDE