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Sumūd
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arcos zarparon el 31 de agosto desde Barcelona para romper el cerco militar con el que Israel aisló a Palestina del resto del mundo. Van a dar de comer y a tratar de reconectar a las personas que resisten en medio de un genocidio. Hay que recordar que la supuesta filantropía de las organizaciones ligadas a Estados Unidos, como la infame GHF, dejaron que Israel usara los puestos de ayuda humanitaria como trampas de muerte. Por eso ellos y ellas van por mar, en naves pequeñas, y cubiertas por la Convención de Ginebra. Ahí van seis mexicanos y mexicanas.

El nombre que han escogido, sumūd, tiene tan larga historia como concepto que ha llegado a simbolizar a toda Palestina. Quiere decir firmeza, tenacidad, perseverancia. Así la definió el abogado palestino Raja Shehadeh que popularizó el término: “Sumūd es observar cómo tu hogar se convierte en una prisión. Tú eliges quedarte en esa prisión porque es tu hogar y porque temes que, si te vas, tu carcelero no te permita regresar. Es transformar toda forma de vida ordinaria en un acto de resistencia a la ocupación israelí”. Así, la idea de sumūd es quedarse cuando permanecer con vida en la misma tierra es una victoria. Los palestinos se sienten triunfantes, no frente al enemigo, sino dentro de su propia permanencia.

Sus metáforas son el árbol de olivo y las mujeres de los campamentos de refugio. Por eso ambos han sido considerados objetivos militares por los sionistas. Tanto el olivo como las mujeres refugiadas siguen adelante en sus labores de vida cuando la presencia de la muerte es tan extensa: “sentarse en la oscuridad, tratando de no escuchar el ruido de las bombas y concentrarse sólo en los pequeños sonidos de la vida”, como escribe el dramaturgo palestino, Hossam Madhoun, en sus Mensajes desde Gaza, ahora. El tiempo es resistencia cuando vives una ocupación. Pero si algo ha sido la sumūd es la unión entre metáfora y arma: en Palestina no hay diferencia entre hacer murales en las paredes de un campamento y arrojar una bomba molotov.

Al poeta o al dramaturgo los encontramos igual escribiendo que ayudando a recolectar piedras o aventándolas, como hizo el teórico del orientalismo, Edward Said, en la frontera entre Líbano e Israel, en la Puerta Fátima, en 2000. La resistencia cultural y la política no tienen fronteras porque ambas están ocupadas, oprimidas por el invasor. Tampoco hay diferencias entre una Palestina exiliada y la Palestina ocupada: en ambos, ellos son los refugiados, sin importar que estén a un kilómetro del lugar donde nacieron y puedan ver con sus propios ojos cómo las casas son ahora habitadas por colonos sionistas o a muchas horas de vuelo en alguna universidad occidental que los acoge siempre y cuando no hablen de su país.

La sumūd es lo que le contesta Edward Said al poeta Mahmoud Darwish cuando le pregunta cuál es su identidad: “La autodefensa. Nos es otorgada al nacer, pero al final somos nosotros quienes forjamos nuestra identidad; no es hereditaria. Soy múltiple. En mi interior, mi ser exterior se renueva. Pero pertenezco al interrogatorio de la víctima”. El propio Darwish pone en boca de Said el final de esta elegía escrita a la muerte del pensador en 2003: “Grita para hacerte oír y hacerles saber que sigues vivo y que la vida en esta tierra aún es posible. Inventa esperanzas en lugar de palabras. Crea un punto cardinal o un espejismo que prolongue la esperanza y canta. Viviremos, aunque la vida nos abandone a nuestra suerte”.

Abandonados a su suerte, los palestinos divididos entre Cisjordania y Gaza convirtieron la sumūd como resistencia pasiva en no cooperar activamente con el invasor. Esto, tras la primera intifada en 1987. Así, los palestinos volvían a sembrar los olivos arrancados y los cuidan, los podan, reconstruían sus casas demolidas cada vez más bellas que la anterior, fortalecían la comunidad entre poblaciones divididas por los alambrados de los colonos ilegales sionistas cantando a las 3 de la mañana una sola canción, entre todos, para despertar a los ocupantes ilegales.

Una de las técnicas de resistencia de las mujeres: jamás bajar la mirada cuando estaban siendo humilladas en el puesto de control y sonreír durante todo el maltrato. Así lo retrata Mohamad el-Kurd en un poema donde imagina lo que una anciana piensa cuando la interroga un soldado israelí en el puesto de control: “El soldado, rubio y bronceado, le pide su permiso. Mi permiso: estas arrugas más viejas que la existencia de tu país. Mi sonrisa es un sol. El soldado, con acento no-hebreo, le pregunta qué hay en la bolsa. Higos, pendejo. ¿Qué más quieres saber? ¿Que los llené de tormentas, bombas y golpes?”

La sumūd ha sido llamada la tercera vía, siendo la primera la sumisión y la última, la violencia. Es una forma de vida normal dentro de la anormalidad de una ocupación militar absurda: es la celebración de la vida, la belleza y el amor en una circunstancia que no es propicia para ninguna de las tres. Ese es –sospecho– el significado hondo de lo que los sionistas dicen hoy de los gazatíes: que ninguno es “inocente”, ni los bebés porque en ellos la vida florece en el fondo de una cáscara de misil oxidada.

Dice, por último, Abdel Fatah Abu Srour, director de una biblioteca del campo de refugiados de Aida, a 2 kilómetros de Belén: “Sumūd es seguir viviendo en Palestina, reír, disfrutar de la vida, enamorarse, casarse, tener hijos. Sumūd también es continuar sus estudios fuera, obtener un diploma y regresar aquí. Defender valores es sumūd. Construir una casa, una hermosa, y pensar que estamos aquí para quedarnos, incluso cuando los israelíes la demuelen, y luego construir una nueva y aún más hermosa que la anterior, eso también es sumūd. Que yo esté aquí es sumūd. Reivindicar tu condición humana y defender tu humanidad es sumūd”.

Y así tendrían que navegar los barcos que han zarpado hacia Gaza. Si el héroe es el que se opone a un mal que no admite oposición, pero sin el menor deseo de convertirse en un mártir y menos de ceder, esos son los palestinos, los gazatíes de estas horas. No se vanaglorian de seguir con vida, mas tampoco aceptan que el resto del mundo les niegue su propia historia, su dignidad, y sus sonrisas como soles.