Opinión
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Al barracón Campbell le ha nacido un balcón
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asear este verano por la antigua base estadunidense de Heidelberg, en Alemania, es una experiencia extraña y pertinente, una invitación a pensar qué podría ser del mundo si se redujese el espacio creciente que ocupan los ejércitos en suelos y presupuestos. Hace poco más de una década, el Ejército de Estados Unidos en Europa (Usareur, por sus siglas en inglés) tenía aquí sus cuarteles generales. Asentados sobre los restos de las instalaciones de la Wehrmacht nazi en 1945, hasta 20 mil soldados y familiares vivieron en esta ciudad de 150 mil habitantes. Los americanos se convirtieron en parte del paisaje y de la propia identidad local, junto con la prestigiosa universidad de más de 700 años que ocupa el centro histórico y el enorme castillo de ocho siglos que lo domina desde lo alto.

Pero el Ejército estadunidense, que llegó a tener 213 mil efectivos en suelo europeo en 1989, apenas mantiene 30 mil. Como parte del lento repliegue, los batallones abandonaron Heidelberg en 2012, dejando un espacio de 180 hectáreas lleno de barracones vacíos y solares abandonados en manos del Estado alemán. Un terreno tan grande como el centro histórico de la ciudad.

El pánico cundió entre las autoridades locales, dado el papel central del ejército como fuente de ingresos –como empleador y como consumidor–. El alcalde trató de convencer a los militares para que se quedasen. Y, sin embargo, un breve paseo por la antigua base basta para intuir que las ganancias para la ciudad han sido bastante mayores que las pérdidas.

Hoy es un barrio en el que se mezclan inmuebles residenciales nuevos, muchísimas obras, con barracones militares vallados con grietas amenazantes y otros reformados con vistosos balcones de acero añadidos recientemente. Las macetas llenas de flores adornan ahora los renovados edificios Campbell, reconvertidos en el barrio de moda de Heidelberg, the place to be.

Hay bloques de viviendas sobrios, otros tienen más lujos, pero ninguno tiene más de cuatro plantas. Todos cuentan en su interior una con plaza abierta, parques infantiles y juguetes que no son de nadie, pero son de todos. De muchos balcones cuelgan placas fotovoltaicas y en los bajos empiezan a emerger cafés modernos, una tienda de bicis, una barbería, un quiropráctico y terapeutas de signo variado.

Hay hierba y hay árboles, hay parques y hay bancos. Aquí nadie es de toda la vida, pero empieza a emerger una vida comunitaria, al calor de un urbanismo amable, civilizado, que va ganando terreno a los restos de la base. Apropiándose de algunas ruinas y engullendo muchas otras. Una enorme plaza de armas resiste todavía el empuje del presente, extendiéndose a modo de metáfora del derroche militar: un enorme e inerme solar descampado.

La inmensa mayoría de los apartamentos son de alquiler y la voz cantan-te la lleva la empresa municipal de vi-vienda. Las promotoras privadas tienen su espacio, pero reducido. De cada 100 nuevos domicilios, 70 son protegidos y con rentas limitadas –siempre relativamente–. En esos bloques, los Schneider se mezclan con los Nakanechnaya y los Ramadani, y uno de ellos tiene una parte diseñada específicamente para alojar a madres solteras. Hay también moradas privadas ordinarias y hay espacio para proyectos alternativos de vivienda cooperativa. Tres de ellos forman una manzana llena de color, gallinas y bicis eléctricas sin candar.

El cambio no ha sido sólo urbanístico. La ciudad no lograba retener el talento incubado, ya que, para crecer, las nuevas empresas tecnológicas creadas bajo el cobijo universitario acostumbraban a dar el salto a otras ciudades con mayor espacio para sus instalaciones y mejores condiciones de vivienda para sus empleados. Esta lógica se ha invertido gracias a los terrenos liberados por el repliegue estadunidense, que ha dejado espacio tanto para las empresas como para sus trabajadores.

Las soluciones habitacionales no son sólo para los trabajadores tecnológicos con alto nivel de formación. La apertura del barrio coincidió con la acogida de más de un millón de refugiados en 2015. La antigua base se convirtió en el lugar en el que Heidelberg acogió a varios centenares de solicitantes de asilo sin que ello generase entre los vecinos el rechazo visto en otras ciudades. Aunque no es ajena al auge de la extrema derecha, Heidelberg votó mayoritariamente por opciones progresistas en las elecciones federales de este año y la AfD (Alternativa para Alemania) se quedó en 12 por ciento, que no es poco pero casi, si tenemos en cuenta el 21 por ciento general.

No todo es tan ideal como lo pintan estas líneas, claro. Cuentan las vecinas que hay pequeños conflictos y tensiones soterradas, de lo contrario no sería un barrio. Hay peleas y un constante tira y afloja entre un mercado que quiere sacar mayor partido del suelo liberado y una masa social importante que trata de frenar el paso a la especulación, con cierto éxito, de momento, siempre relativo. Esta no es una experiencia socialista. Pero invita a imaginar futuros a la sombra de un checkpoint abandonado desde el que se lee la pancarta que cuelga de un renovado barracón: La guerra alimenta a los ricos y se come a los pobres. Aplasta el capitalismo.