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Incendiarios de libros
F

uria e ignorancia se retroalimentaron para ser combustibles que arrojaron libros a las llamas. El pequeño grupo que siempre se aprovecha de movilizaciones en favor de distintas causas, una vez más, se resguardó en el anonimato enmascarado para destruir bienes que considera prescindibles y desdeñables.

El comando que se desprendió de la segunda marcha contra la gentrificación de la Ciudad de México ingresó a la zona cultural de Ciudad Universitaria, causó furibundos destrozos en el Museo Universitario de Ciencias y Artes, además quemó libros que se hallaban en las estanterías de la librería Julio Torri. Sobre la última acción declaró la presidenta Claudia Sheinbaum Pardo: Los únicos que han quemado libros en la historia son los fascistas.

Sí, los fascistas quemaron libros, pero no nada más ellos. También fueron enemigos de la lectura libre y destruyeron libros los estalinistas de la Unión Soviética, las fanatizadas hordas de la Revolución Cultural China, Pol Pot y los tenebrosos jemeres rojos en Camboya. En América Latina el autoritario Daniel Ortega se ha ensañado en la persecución de escritores que fueron sus aliados contra la dictadura de Anastasio Somoza, entre ellos, Ernesto Cardenal, Claribel Alegría, Sergio Ramírez y Gioconda Belli.

El episodio incendiario de hace tres días me hizo recordar uno similar acontecido a principios de octubre de 2019. Entonces, como hace unos días, eran pocos, aunque muy combativos. Vociferaron al tiempo que arremetieron contra propiedades y personas. Un grito tal vez fue sintomático de algunas motivaciones que tuvieron para embestir la sucursal de la librería Gandhi situada frente al Palacio de Bellas Artes: Leer es burgués. Acaso la consigna era una reivindicación del primitivismo, concibiendo éste como estado idílico de la humanidad.

Leer no es una actividad liberadora en sí misma. Tampoco es una varita mágica que cambia todo. Hay lectores que privilegian la exclusión, la intolerancia y niegan derechos a otros. Por otra parte, siempre los defensores a ultranza de un orden opresivo han sido enemigos de la libre circulación y exposición de las ideas y los medios que las contienen. Regímenes de distintos signos han perseguido con inclemencia a los que consideran personas y objetos malditos: libros y sus autores.

Es un objeto frágil. Altas o muy bajas temperaturas pueden dañarlo. La humedad lentamente lo va deformando, hasta que es imposible separar sus hojas. Los hongos lo carcomen y la polilla lentamente lo horada como eficaz taladro en dura madera. Esto puede pasar con un libro y así se han perdido valiosos ejemplares desde que los libros tuvieron el formato que conocemos hoy, cuyo antecedente es de hace dos milenios, se le conoció como códice y consistía en hojas de pergamino o papiro cosidas para unirlas por uno de sus lados.

Adversarios como los mencionados, que pulverizan los libros y se llevan ideas fijadas en tinta y papel, irremediablemente continuarán demoliendo volúmenes por aquí y por allá. Pero el enemigo más letal de los libros ha sido la obsesión de los sectarios por erradicarlos, porque transmiten propuestas e imaginarios considerados peligrosos por todo tipo de censores. En la ficción destaca la espléndida novela de Ray Bradbury, Fahrenheit 451, que narra los esfuerzos de un gobierno por quemar libros, creyendo que hacerlos desaparecer en las flamas evitará la transmisión de ideas nocivas. Sobre lo sucedido en la realidad, una obra de Fernando Báez, Historia universal de la destrucción de los libros, contiene episodios dantescos que dan cuenta de cómo fanatismos de distinta índole impulsaron turbas incendiarias.

Tal vez la mayor quema pública de libros haya sido la del 10 de mayo de 1933. Estudiantes nazis cautivados por la retórica de Adolfo Hitler, quemaron miles de libros en la Bebelplatz, antes tuvo de nombre Opernplatz, en el centro de Berlín. Echando a las llamas obras de autores considerados antialemanes por los inquisidores germanos, éstos buscaban purificar a su nación con la acción depredadora del fuego. Fueron incinerados libros de pensadores alemanes como Karl Marx, Heinrich Heine (1797-1856, para otro contexto escribió una frase que resultó premonitoria de lo que sucedería años después: Donde se queman libros se acaba también quemando seres humanos), Thomas Mann, Sigmund Freud y Bertolt Brecht. Entre los autores extranjeros cuyas obras fueron pasto de las llamas estuvieron los estadunidenses John Dos Passos y Ernest Hemingway, y el ruso Máximo Gorki.

En el centro de la Bebelplatz se ubica una plancha transparente, una especie de ventana en el piso. A través de un grueso cristal se pueden ver debajo estanterías sin libros, colocadas una tras otra y desnudas de obras. Los entrepaños que solamente contienen aire son un potente recordatorio de la barbarie, pero también de que los objetos frágiles que son los libros, aunque reducidos a cenizas por el fanatismo hitleriano, no desaparecieron, sino que durante el régimen de horror alguien a hurtadillas leía obras estigmatizadas.

Los incendiarios de hoy no se van a enterar de las razones dadas por Umberto Eco y Jean-Claude Carrière sobre el poder de los libros. Quienes sí deseen incursionar en el tema encontrarán respuestas en el volumen Nadie acabará con los libros.