omo dijo el clásico: fue un triunfo claro, contundente e inobjetable. La victoria de Javier Milei, autodenonimando anarcocapitalista (con perdón de los auténticos libertarios), en las elecciones presidenciales de Argentina, por más de 11 puntos de diferencia, es un tremendo varapalo a la segunda ola de gobiernos progresistas en América Latina.
En el mejor estilo de Donald Trump y Jair Bolsonaro, como si fuera profeta, Milei aseguró que Argentina ocupará el lugar en el mundo que nunca debió perder; volverá a ser potencia. Su receta para lograrlo retoma los sueños húmedos del neoliberalismo más rancio: gobierno limitado, respeto a la propiedad privada y comercio libre. Como si imitara a los viejos bolcheviques (con la dispensa de Lenin), anticipó que, como se vive una situación crítica, realizará cambios drásticos, en los que no habrá lugar para tibieza ni medias tintas. Prometió el fin del modelo empobrecedor de la casta, para terminar con inflación, estancamiento económico, falta de empleo, pobreza e indigencia. Anunció el fin de una forma de hacer política y el inicio de otra.
La primera oleada comenzó con la victoria en las urnas de Hugo Chávez en Venezuela en 1999 y se siguió con los cambios de gobierno en Bolivia, Brasil, Argentina, Uruguay, Bolivia, Ecuador, El Salvador, Nicaragua, Paraguay y Honduras. La segunda arrancó en 2018 con triunfos electorales en México, Argentina, Bolivia, Perú, Chile, Colombia y Brasil.
¿En qué se diferencian ambas oleadas? Según escribió el ex vicepresidente de Bolivia Álvaro García Linera en este diario (https://shorturl.at/AY147), una “característica –entre otras– del nuevo progresismo es que llega al gobierno encabezado por liderazgos administrativos que se han propuesto gestionar de mejor forma en favor de los sectores populares, las vigentes instituciones del Estado o aquellas heredadas de la primera oleada; por tanto, no vienen a crear nuevas. [...] No son liderazgos carismáticos, como en el primer progresismo que fue dirigido por presidentes que fomentaron una relación efervescente, emotiva con sus electores y disruptivas con el viejo orden”.
Los reveses que ha sufrido el progresismo en estos años muestran que –al menos en esta fase– su expansión se ha topado con pared. No se trata sólo de Argentina. Los descalabros son numerosos y relevantes. En Uruguay, en octubre de 2019, el derechista Luis Lacalle, le ganó al candidato del gobernante Frente Amplio, Daniel Martínez. En Paraguay, a pesar de las cuentas alegres de una cierta izquierda, el aspirante colorado Santiago Peña, se impuso a Efraín Alegre, del Partido Liberal, por más de 15 puntos. En Ecuador, la correísta Luisa González acaba de ser derrotada por el empresario Daniel Noboa.
En diciembre de 2022, el presidente de Perú, el maestro rural Pedro Castillo, sufrió un golpe de Estado a menos de 500 días de asumir la jefatura del Ejecutivo (https://shorturl.at/oDM05). En su lugar se impuso a la vicepresidenta Dina Boluarte, quien se ha mantenido en su puesto a pesar de las multitudinarias y combativas movilizaciones populares en favor de Castillo y contra el estado de excepción, y de las presiones internacionales de México y Colombia. El ex mandatario fue apresado y permanece tras las rejas hasta hoy.
En 2019, en El Salvador, se impuso sobre el gobernante Farabundo Martí de Liberación Nacional –que quedó en tercer lugar de la votación–, Nayib Bukele, un dictadorzuelo desertor del frente. Él mismo se hace llamar el “dictador más cool del mundo”. No obstante sus graves violaciones a los derechos humanos y abuso de poder, tiene un altísimo índice de aprobación, que le anticipa buenos resultados para relegirse en 2024.
En 2022, Xiomara Castro asumió la presidencia de Honduras. De inmediato su gobierno entró en crisis. Integrantes de su partido nombraron a un presidente del Congreso que no era el acordado con la presidenta. Castro, sin mayoría simple en el Legislativo, ha enfrentado, además, tanto a fuerzas de derecha como a pueblos indígenas y ambientalistas que exigen poner fin a la minería a cielo abierto. Su margen de maniobra es muy reducido.
Más allá de sus limitaciones ante temas tan sensibles como la cuestión mapuche o sus injustas críticas al gobierno de Venezuela, el presidente chileno, Gabriel Boric, carga con el apabullante rechazo a una nueva Constitución, que deja vigente el texto heredado de la dictadura de Augusto Pinochet. El repudio fue leído como un voto de castigo a la gestión del mandatario y al trabajo que realizó para la convención.
En Brasil, Lula ganó la presidencia en octubre de 2022 con 51 por ciento de los votos. Apenas la libró. El ultraderechista Bolsonaro obtuvo 49 por ciento. Sin embargo, los partidos de derecha incrementaron su representación en la Cámara Baja, pasando de 240 a 249 diputados, ligeramente por debajo de la mitad de los 513 que hay en total. El PT de Lula y sus aliados cuentan apenas con 141 legisladores, de manera que, para garantizar la gobernabilidad, el mandatario ha hecho enormes concesiones al centro.
Tampoco la ha tenido fácil Gustavo Petro en Colombia. Su administración ha caminado entre grandes contratiempos. Se ha estancado en medio de pactos políticos tradicionales, escándalos de corrupción y con la derecha en las calles. Perdió la mayoría en el Congreso para hacer reformas a la sanidad, trabajo y seguridad social.
Como si no se hubiera aprendido nada del golpe de Estado de 2019, el pleito fraticida en Bolivia entre el presidente Luis Arce y el líder del MAS, Evo Morales, anuncia una inevitable ruptura dentro de las fuerzas político-sociales que han conducido la transformación en esa nación.
La historia, se sabe, no avanza en línea recta ni por atajos. Menos cuando no se jala el freno de emergencia. El triunfo de Milei anuncia que en AL nos adentramos a tiempos de turbulencia política impredecibles. Amárrense los cinturones. Es hora de la autocrítica.
Twitter: @lhan55