gar Escobar, fiscal ecuatoriano que trabajaba en una unidad para investigar feminicidios y crímenes de odio, fue asesinado a balazos ayer frente al edificio donde laboraba, en Guayaquil.
El homicidio se suma a los que fueron perpetrados en circunstancias similares en contra de un juez en Lago Agrio, en el noreste del país, y de una fiscal en el puerto pesquero de Manta, en el suroeste.
Pero más allá del contexto de los atentados dirigidos a integrantes del sistema judicial –y que tienen como propósitos asegurar la impunidad de criminales o vengar sanciones legales–, el fallecimiento de Escobar tiene como telón de fondo el incremento imparable de feminicidios en la nación andina: sólo en lo que va de este año han sido asesinadas 206 mujeres en casos tipificados como feminicidios, de acuerdo con cifras de la Fundación Aldea.
A ese número escalofriante deben añadirse las desapariciones –la más reciente de ellas, de la abogada María Belén Bernal, quien fue vista por última vez en un local policial de Quito cuando fue a visitar a su esposo, el teniente Germán Cáceres, quien se encuentra prófugo– y hechos graves de violencia de género.
Ecuador registra además un incremento sostenido de homicidios dolosos –que el año pasado alcanzó una tasa de 14 asesinatos por cada 100 mil habitantes– y motines carcelarios, muchos de ellos asociados al tráfico de drogas ilícitas.
Es imposible no ver la relación entre esta alarmante circunstancia y el giro de 180 grados impuesto a las políticas sociales gubernamentales desde que el anterior presidente Lenín Moreno, llegó al cargo, abandonó los programas y acciones para reducir la pobreza y la marginación adoptados por su antecesor, Rafael Correa, y volvió a uncir al país a los dictados del Fondo Monetario Internacional.
El actual mandatario, Guillermo Lasso, ha persistido en el retorno a un modelo neoliberal que ya hace 15 años mostraba claros signos de agotamiento y actualmente resulta a todas luces inviable, por cuanto se traduce en una aceleración de la descomposición social, la negación de derechos y la depauperación entre los sectores mayoritarios de la población.
Es claro que la ola de feminicidios no puede explicarse únicamente por el contexto mencionado, toda vez que tiene componentes adicionales: el machismo y la misoginia ancestrales y, sobre todo, la impunidad, en la que confluyen la corrupción y el pacto patriarcal.
Por ende, atacar ese desesperante fenómeno delictivo requiere de una voluntad política que conjunte acciones firmes en todos los ámbitos: el legislativo, el judicial, el económico, el social y el cultural.
Cabe esperar que los asesinatos de mujeres y de quienes tendrían que esclarecerlos y sancionarlos lleve al gobierno ecuatoriano a emprender dichas acciones a la brevedad.