uego de dos décadas de ocupación estadunidense y a un año de la toma del poder por el grupo fundamentalista islámico de los talibanes, Afganistán ha vuelto a convertirse en un infierno para los alrededor de 15 millones de mujeres que viven ese país centroasiático.
Aunque la facción victoriosa aseguró en un principio que esta vez no pondría en práctica la extremada misógina que aplicó entre 1986 y 1991 y que permitiría cosas tan básicas como el derecho de las mujeres a estudiar y a trabajar, desde octubre del año pasado empezó a dar marcha atrás en esos propósitos y a partir de mayo del presente ordenó que se quedaran en sus casas, que sólo salieran a la calle en caso de necesidad y acompañadas por un hombre.
De manera adicional, les prohibió practicar deportes, expulsó del sector público a las funcionarias y empleadas y vetó la presencia de niñas en las aulas a partir de la enseñanza secundaria.
Debe constatarse que la circunstancia de las mujeres afganas en la actualidad no necesariamente significa fidelidad a prácticas tradicionales ancestrales sino una trágica caída en la barbarie y que el integrismo en sus expresiones más extremas, como lo es la misoginia del régimen talibán, no es un remanente del pasado, sino un fruto de una modernidad torcida y pervertida por políticas neocoloniales.
De hecho, las afganas fueron conquistando derechos a partir de 1929, cuando se abrieron escuelas para niñas, se prohibieron los matrimonios forzados y se dejó atrás las reglas de vestimenta hasta entonces imperantes.
Pese a una breve interrupción fundamentalista, durante el régimen monárquico (1933-1973) se establecieron importantes logros para las mujeres, como el derecho al voto (1964), logros que se profundizaron y extendieron en la era comunista (1973-1979) y durante la ocupación soviética (1979-1989), hasta el punto de que 45 por ciento del magisterio estaba compuesto por mujeres.
En ese periodo las facciones integristas rebeldes contrarias al gobierno de Kabul fueron masivamente apoyadas, financiadas y armadas por Washington, de modo que el derrumbe de la Unión Soviética (1991) significó un brusco giro en la correlación local de fuerzas que desembocó en la toma del poder por el régimen talibán, en 1996. Empezó entonces un periodo oscuro y trágico en el que prácticamente todos los derechos de las mujeres fueron suprimidos.
La invasión estadunidense de 2001 se tradujo en un alivio para la opresión fundamentalista únicamente en la capital, pero en extensas regiones rurales el talibán siguió aplicando las interpretaciones más patriarcales de la sharía, o código de conducta islámico.
Finalmente, luego de dos décadas de ocupación militar, el año pasado la administración de Joe Biden ordenó el retiro total de las fuerzas estadunidenses de territorio afgano, con lo que el gobierno impuesto por Washington acabó de derrumbarse y el gobierno talibán volvió a dominar el país.
El fin de semana pasado, en vísperas del primer aniversario de la caída de Kabulen manos de los integristas, una manifestación de mujeres fue disuelta a culatazos y disparos al aire frente al Ministerio de Educación, con un saldo de varias manifestantes lesionadas.
Ante esta circunstancia desesperada, es necesario que la voz del mundo se alce contra el martirio que padecen las afganas.