n México, el acceso al agua potable es un derecho humano consagrado en la Constitución, pero en los hechos presenta todo el aspecto de un privilegio del cual quedan excluidos millones de personas.
Por ejemplo, se estima que 90 por ciento de los habitantes del país cuenta con una toma de agua en sus domicilios, pero apenas 64 por ciento recibe líquido diariamente, sin mencionar que en muchos casos llega hasta los hogares con una calidad muy deficiente para su consumo o incluso para su uso en otras actividades.
Si bien la cobertura de 90 por ciento puede parecer muy amplia, implica que 13 millones de mexicanos deben abastecerse fuera de casa, en ocasiones en recorridos extenuantes que suelen recaer en las mujeres.
El escenario amenaza con empeorar de manera inminente. El 70 por ciento de los habitantes de las zonas urbanas se abastecen de los acuíferos, pero 115 de las 653 capas subterráneas existentes se están agotando rápidamente por sobrexplotación, y otras 90 ya no tienen disponibilidad para recibir nuevas concesiones.
En algunas regiones la situación es crítica; así, en Nuevo León se alertó a finales de marzo pasado que el nivel de las presas únicamente permitiría distribuir agua durante 60 días, y eso considerando que algunas colonias ya padecen semanas sin recibir el líquido.
Una parte del problema responde a factores fuera del control de las autoridades, como la sequía (que en Tamaulipas ya se prolongó por una década) o el crecimiento de la población; pero otra parte se explica por decisiones políticas y empresariales lesivas para el Estado y para las mayorías sociales.
El núcleo de este abuso de los recursos hídricos se encuentra en la Ley de Aguas Nacionales promulgada en 1992 por Carlos Salinas de Gortari, una legislación neoliberal que responde a los intereses privados y que convierte el agua en un objeto de lucro sin tomar en cuenta las necesidades humanas.
Debido a esa ley, durante las últimas tres décadas un puñado de individuos y de corporaciones se ha apoderado del agua mediante esquemas de concesión que en la práctica se ejercen a perpetuidad y, al obtener el recurso a precios irrisorios, lo emplean sin ninguna sostenibilidad ni consideración de que el agua que ellos desperdician se les niega a quienes más lo necesitan.
Por retomar el caso de Nuevo León, ahí se ha detectado que prominentes ex funcionarios y residentes de las zonas más pudientes tienen pozos a su disposición, los más desfavorecidos sufren una carencia crónica del líquido.
El espíritu de rapiña de la legislación salinista es tal que entre 1995 y 2019 se incrementaron en 3 mil 191 por ciento las asignaciones y concesiones para la explotación del agua, con una dinámica de acaparamiento que llevó a que 1.1 por ciento de los concesionarios aprovechen más de una quinta parte del recurso.
Se ha dado pie a despropósitos tales como que las industrias usen agua potable en procesos que podrían –y deberían– llevarse a cabo con aguas tratadas o reutilizadas, o que en algunas comunidades falte el agua, pero haya refrescos embotellados.
Ante la crisis existente y su inminente agudización, es necesario tomar medidas con la finalidad de que el agua disponible se use de manera racional y acorde con los derechos humanos.
Un paso ineludible en esa dirección pasa por dejar atrás la legislación vigente y concretar la aprobación del proyecto de Ley General de Aguas que se encuentra en el Congreso, y cuyo texto retoma el trabajo realizado en centenares de foros a lo largo de más de nueve años, con aspectos innovadores como instancias democráticas de gestión hídrica, instrumentos de defensa del agua, regulación del régimen de concesiones, impulso del uso sustentable y respeto a pueblos originarios, ejidos y comunidades.