Xochimilco, resistencia chinampera
os capitalinos somos musicales, no desaprovechamos la oportunidad para cantar y bailar, además, y por definición, somos bien tragones, por ello es que nadie en el mundo tiene tantos y tan variados antojitos disponibles en sus calles como un chilango; pero, sobre todo, somos floridos, y no sólo en el lenguaje, que vaya que sabemos expresarnos para toda ocasión pues no nos faltan las palabras, y si ello llega a suceder, fácil nos inventamos una, o las que hagan falta – quiúbole canijos, no se nos pongan panteras que se vuelven calaveras. Aquí en la capital no sólo echamos flores, sino que estamos rodeados de ellas.
Justo al lugar de la cementera florida es adonde acudimos para encontrar esas flores con las que embellecemos nuestras casas, jardines, calles y camellones: Xochimilco, pueblo en el sur de la capital cuyos antiguos paisajes aún permanecen y nos muestran cómo era el valle de México antes de la llegada de los españoles. Ahí podemos navegar por canales entre las chinampas que ganaron territorio al lago para convertirse en tierra cultivable, maravilla de la ingeniería agrónoma prehispánica –que hoy sigue maravillando al resto del mundo– hecha con ramas y tierra que forman algo parecido a una balsa y que después, para evitar que navegue, se ancla a un ahuejote, ese árbol formado con el plumaje verde de la cola de Quetzalcóatl para sostener el cielo mientras Tezcatlipoca apuntala al inframundo como espejo de la vida en la Tierra.
Ir a Xochimilco es como acudir a la casa de la niñez de nuestros abuelos: aunque no hayamos vivido ahí, algo tiene que nos recibe y acoge dándonos una sensación de seguridad. Xochimilco es aún, como alguna vez lo fue la totalidad del valle de México, la región más transparente del mundo.
Las hojas de los árboles se mueven con el viento mientras forman una danza acompañada por el canto de las aves que ahí viven –o que desde Canadá y estados Unidos pasan en su migración al sur– y se mezcla con el sonido de las varas que al entrar al agua de los canales impulsan las trajineras cuyo fondo sostiene a músicos de distintos géneros regionales que hoy han encontrado su escenario –y con él su sustento– sobre el agua, y cuyas notas infunden a quienes las escuchan reminiscencias patrias y personales.
Xochimilco es mucho más que maravillosos canales y chinampas, sus 14 pueblos y barrios originarios cuentan durante el año con más de 400 fiestas patronales o ferias y, a través de sus calles y paredes, estas tradiciones representan de manera sincrética cada etapa histórica de la hoy Ciudad de México desde que se tiene memoria pues, procedentes de Chicomoztoc, los xochimilcas fueron la primera de la siete tribus nahuatlacas en establecerse en el valle del Anáhuac. Así que si usted quiere fiesta, Xochimilco la tiene, así como todo tipo de sabidurías, entre ellas la botánica, tanto que el primer tratado sobre medicina elaborado en América es orgullosamente xochimilca, se trata del Libellus De Medicinalibus Indorum Herbis, o Libro de hierbas medicinales de los indios.
Este tratado botánico es importante testimonio sobre el conocimiento de los antiguos mexicanos en asuntos médicos basados en el uso de las plantas para sanar; contiene en sus páginas detallados dibujos de las plantas y cómo deben ser utilizadas. Fue escrito por Martín de la Cruz, descendiente de una familia noble de Tlatelolco que aprendió medicina antes de la Conquista, a través de la experiencia y enseñanza de su padre. Fue traducido al latín por Juan Badiano, indígena nacido en el barrio de Chilico –hoy de la Virgen Santísima– del pueblo de Xochimilco, quien llegó a ser un destacado latinista, además de profesor en el Real Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco.
Los xochimilcas son orgullosos –y cómo no– de sus raíces, de su presente y de su pueblo, por ello lo cuidan, preservan, presumen y comparten. Ellos llegaron primero y dominaron el territorio hasta que los tepanecas, y luego la Triple Alianza, los sometieron; honorables, se negaron en un principio a rendir tributo a Tenochtitlan y, aunque después fueron obligados a la fuerza y convertidos en mano de obra de la calzada de Tlalpan, el acueducto de Coyoacán, o utilizados como soldados, los xochimilcas no bajaron la cabeza ni perdieron su dignidad, ellos sabían, desde entonces, que llegaron antes y que después aún permanecerían. Tenían razón, no sólo su pueblo es remanso que después de 500 años subsiste y permanece igual, ellos, los xochimilcas, son ejemplo vivo de resistencia indígena triunfal.