Editorial
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Tercer aniversario de una elección histórica
A

tres años de que el presidente Andrés Manuel López Obrador alcanzara el triunfo en su tercer intento de llegar a Palacio Nacional, en una jornada electoral que estuvo marcada por la arrolladora victoria de su movimiento y para conmemorar el aniversario del Triunfo Histórico Democrático del Pueblo de México, el mandatario dirigió ayer al país un mensaje en el que destacó el respeto a la disidencia, enfatizando que su administración no trata a los opositores como ellos lo hicieron cuando nosotros estábamos en la oposición, no los vemos como enemigos a destruir, sino como adversarios a vencer.

En esta tónica, reafirmó que los tiempos han cambiado y que quienes discrepan de sus políticas siempre recibirán respeto sin límites; ni represión ni censura. Asimismo, expresó que este cambio se reflejó en los comicios intermedios celebrados hace casi un mes, en los cuales no hubo una elección de Estado, sino una contienda muy competida que, pese a la pandemia, contó con una buena participación ciudadana.

Las expresiones del Presidente contrastan con un discurso de adversarios que, desde las redes sociales, los medios de comunicación, los organismos patronales o las denominadas organizaciones de la sociedad civil, alerta acerca de la existencia de un poder presidencial sin contrapesos e incluso de una dictadura en ciernes. Para este sector, los dichos y las prácticas de López Obrador constituyen actos de censura y persecución política detrás de los cuales hay una intención autoritaria o hasta totalitaria.

Es un hecho que en el país persiste una inaceptable represión a manifestaciones de descontento social, pero el uso de la fuerza pública contra las protestas ha provenido de los gobiernos locales, no de la autoridad federal. Y, paradójicamente, los entornos que denuncian el presunto autoritarismo presidencial están políticamente vinculados a esos gobiernos, que son los que echan mano de los cuerpos policiacos para acallar a disidentes en sus respectivas entidades.

Para entender la discordancia entre el discurso de la Cuarta Transformación y el articulado por sus detractores debe recordarse, en primer término, que en cualquier país es natural la tendencia de voceros e ideólogos de la oposición a construir una imagen negativa del grupo en el poder.

A esta descalificación de oficio se suma el desconcierto experimentado por muchos ciudadanos ante unas lógicas de ejercicio del poder novedosas que chocan frontalmente con las que se arraigaron en la cultura política mexicana durante décadas. En esas dinámicas, que se normalizaron hasta ser vistas como intrínsecas a la investidura presidencial, las referencias del titular del Ejecutivo a los partidos que no lo apoyaban eran escasas, vagas y tangenciales, por lo que hoy resulta difícil concebir que el mandatario interpele de manera directa a sus opositores, sin que ello signifique persecución ni censura.

Lo importante es asimilar que desde el primero de julio de 2018 se construyen nuevas reglas y que esta transformación, impulsada en el marco de la democracia, conlleva una búsqueda de nuevas formas de convivencia política que, por su propia juventud, carecen de expresiones acabadas y códigos petrificados en la tradición.

Estamos, pues, en una época de debate franco, de apertura a una forma de discusión pública consistente con la esencia original de la democracia como deliberación de los asuntos de interés común, y que se ubica en la estela de los intercambios de pareceres (no pocas veces ríspidos) entre gobierno y oposición que tienen lugar en los regímenes parlamentarios.

Es deseable que los actores políticos entiendan que las nuevas reglas fueron sancionadas en las urnas, disipen las sospechas mutuas y, sin renunciar a sus diferencias, partan de ese entendimiento para construir una relación fluida entre oposición y gobierno en beneficio del conjunto de la sociedad mexicana.