l gobierno ruso anunció ayer las medidas con que responderá a las 32 sanciones impuestas por Estados Unidos un día antes. La más significativa de ellas es la expulsión simétrica de 10 integrantes del cuerpo diplomático estadunidense en la Federación Rusa, así como la sugerencia
al embajador John Sullivan de que viaje a Washington para celebrar consultas con su gobierno respecto a qué tipo de relación quiere con Moscú; pero también se prohibirá a la embajada estadunidense que contrate ciudadanos de otros países para realizar labores administrativas y técnicas, se impedirá la llegada incontrolada de ciudadanos de Estados Unidos con pasaporte diplomático para estancias de corta duración y se restringirá la movilidad de la legación de esa nación en territorio ruso. Como explicó el canciller Serguei Lavrov, Rusia no posee los recursos para presionar a Estados Unidos con mecanismos de asfixia económica, como los que éste usa contra sus rivales, por lo que en ese ámbito se limitará a resistir los embates.
La batería de sanciones con que el gobierno de Joe Biden busca amedrentar a su homólogo Vladimir Putin supone una anticipada, pero no por ello menos lamentable, escalada en las tensiones que enfrentan a las potencias, las cuales se han recrudecido de manera sensible desde el arribo del demócrata a la Casa Blanca en enero pasado. Apenas hace un mes, la relación bilateral se cimbró con la muy poco institucional conducta de Biden al responder afirmativamente a la pregunta de un periodista acerca de si consideraba que el mandatario ruso es un asesino
. Ahora, lejos de remediar ese clamoroso desliz diplomático, su administración parece optar por volver insalvable el distanciamiento.
Es de preverse que las represalias contra el Estado ruso, empresas y personas de ese país, –por lo que Washington denomina acciones internacionales desestabilizadoras
– tendrán poco o ningún efecto en modificar las orientaciones del Kremlin en asuntos internos o externos y que, por el contrario, supondrán nuevos obstáculos a la resolución pacífica de los diversos contenciosos en que se ven enfrentados los intereses de una y otra parte. Esto resulta de especial preocupación en temas como la prolongada guerra civil siria o el conflicto entre Kiev y las regiones separatistas de Ucrania que se alzaron en armas tras el golpe de Estado de 2014, donde los civiles son las principales víctimas de los juegos de poder entre las potencias. No menos inquietante es el desacuerdo en torno al programa nuclear iraní, un conflicto que amenaza con desestabilizar a la de por sí volátil región de Medio Oriente, y que sólo puede desactivarse con el concurso de los dos principales poseedores de arsenales atómicos.
La experiencia muestra que las sanciones unilaterales no hacen sino reforzar la posición interna de los gobernantes a los que Occidente busca defenestrar, y en este caso empujan de manera inexorable hacia una creciente polarización de bloques, divididos ya no tanto por diferencias ideológicas, sino por la descarnada ambición de ocupar los espacios de influencia de cara al mundo de la pospandemia. De persistir esta perversa lógica de suma-cero, el planeta se verá conducido a la multiplicación de la violencia interestatal en momentos en que los desafíos globales –desde el combate contra el coronavirus hasta el calentamiento global– exigen más que nunca de la colaboración y el espíritu de entendimiento.