¿Enseñar poesía?
no no enseña poesía si no muestra poesía, eso es clave a la hora de ‘‘enseñarla”. Y más aún: si uno no sabe que la poesía se muestra sola, que si aparece o desaparece es cuestión sólo o casi sólo suya (el ‘‘casi” nada más porque disposición en el enseñante, y en los receptores de ‘‘la enseñanza”, a recibirla, a compartirla, a generosos ser con su enseñar –de la poesía–, con su dejarse ver, con su mostrarse, conditio sine qua non es desde luego).
Alguna vez comenté aquí que Basho, asombrado o como asombrado, y en gesto a la vez de alta ironía y prudente ingenuidad, soltó algo como lo siguiente: ‘‘¡No sé cómo puedo enseñar lo que no sé! ¿Cómo lo hago?” Aunque referidas a un presente que ya era pasado no menos verdad, considero, es que admiración e interrogación dirígense –¿súplica humilde, cómplice alarde?– asimismo al futuro.
No se puede enseñar lo que no se sabe, cierto. Sí lo que, in situ y al mismo tiempo que se enseña, se está sabiendo. Y es que la poesía no tiene antes ni después, en ella –así el poema invoque el futuro, evoque el pasado– todo es presente. Un presente, por lo demás, irrevocablemente sentido, experimentado, como tal. (¿Presente abierto? Ganas dan de seguir por esa vía).
La poesía no se enseña (ni ciertamente se escribe), se toca. O imaginemos que anda uno, el que enseña, nada más tentaleando, y de pronto es tocado.
La poesía hace la gracia, no siempre propiamente graciosa, de tocarlo. Ese haber sido tocado, toca; se toca. (Dicho de otra manera, la experiencia del poeta pasa como experiencia o no pasa).
‘‘Una brisa de eternidad se sintió que pasaba, entonces, por el tiempo”. Derivo tal imagen de algún decir de Mircea Eliade. Tal, que ahora llamaré fenómeno, es lo que ocurre en el momento de la aparición o surgimiento de lo poético. La atmósfera cambia (como cambia, digamos, en un eclipse, con una lluvia de estrellas, ante la siempre sorpresiva presencia de un colibrí) y la experiencia, el sentir, es tal que –improfanablemente– se torna inolvidable.