on el telón de fondo de las justificadas exigencias de justicia, paz y seguridad que generó la masacre perpetrada el viernes pasado en Minatitlán, Veracruz, en la que fueron asesinadas 13 personas –incluido un menor de dos años– y heridas otras cuatro, el presidente Andrés Manuel López Obrador señaló, en la celebración del 105 aniversario de la defensa del puerto de Veracruz, que se realizó en Alvarado, que lo que más nos urge es garantizar la seguridad pública en el país
y atribuyó la atrocidad perpetrada dos días antes a una herencia de una política económica antipopular y entreguista donde lo único que les importaba era saquear, robar
. En presencia del gobernador veracruzano, Cuitláhuac García, el mandatario se comprometió a enfrentar esa mala herencia, ese fruto podrido
, a limpiar al país (de) corrupción e impunidad
y a que se haga justicia.
Es claro que tanto en el municipio afectado como en todo Veracruz y en el resto del país la masacre del viernes en Minatitlán ha generado una ola de exasperación y de quejas a los nuevos gobiernos –el federal y el estatal–, en el contexto de un arranque de sexenio con la violencia delictiva al alza. Pero el fenómeno no comenzó, en ninguno de esos contextos, en diciembre pasado; en el caso de Minatitlán, los homicidios se incrementaron más de 90 por ciento entre 2015 y 2018 y en la entidad la violencia delictiva no dejó de crecer en el curso de los sexenios de Fidel Herrera, Javier Duarte y Miguel Ángel Yunes, alimentada por redes de complicidad de los poderes públicos.
El proyecto de López Obrador apunta a resolver los factores de la pobreza, la marginación, la desigualdad, el desempleo, el abandono del campo y la falta de espacios educativos para los jóvenes, agravados por la aplicación del modelo neoliberal, y que son las causas profundas del repunte de violencia y criminalidad en el país. Sería iluso suponer que tales factores desaparecerían en los primeros meses de los programas sociales y de desarrollo puestos en marcha por el nuevo gobierno y que la presidencia del político tabasqueño podría revertir en menos de un semestre el abismo de descomposición social, corrupción, impunidad y miseria que se generó en el curso de cinco sexenios.
Por lo que hace a las nuevas estrategias de seguridad pública, debe tomarse en cuenta que, ante más de tres décadas de ausencia o insuficiencia de una corporación policial federal, la Guardia Nacional empezó a formarse, una vez salvadas las trabas constitucionales y legales en el Congreso de la Unión y los legislativos estatales, hace apenas dos semanas.De las regiones definidas por el gabinete de seguridad para el despliegue del organismo policial aún en formación, varias de las que corresponden a Veracruz son prioridades máximas, y cabe esperar que muy pronto los efectivos de la Guardia Nacional empiecen a hacerse cargo de la seguridad pública en los puntos más alarmantes de la entidad costera.
En el caso veracruzano hay un ingrediente adicional que dificulta la pacificación y el restablecimiento del estado de derecho: la Fiscalía General de ese estado está en manos de Jorge Winckler, un funcionario incondicional del ex gobernador Yunes y a quien tanto el gobierno estatal como los familiares de víctimas de la violencia señalan por su inexplicable indolencia –si no es que por algo peor– en la procuración de justicia y su incapacidad o falta de voluntad para consignar a presuntos culpables de delitos graves.
En tal circunstancia, es clara la necesidad de que la Fiscalía General de la República atraiga el caso de Minatitlán en el que puede presumirse, cuando menos, delincuencia organizada.
Sea de esa o de otra manera, las autoridades federales y estatales están obligadas a actuar rápido y con tino para garantizar la paz y la vida de veracruzanos y mexicanos en general.
La masacre de Minatitlán ha dejado ver que el tiempo para contrarrestar la herencia nefasta va a agotarse pronto.