esde 2011, año en que los gobiernos que integran la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) intervinieron militarmente en Libia para acabar con el régimen de Muammar Kadafi, ese país sahariano prácticamente no ha conocido un día de paz. La intervención, en apoyo a grupos rebeldes agrupados en un denominado Consejo Nacional de Transición, contó con la participación protagónica de Estados Unidos y de Francia, y culminó no sólo con el derrocamiento y el asesinato de Kadafi, sino también con la disolución del Estado libio en enfrentamientos sin fin entre grupos tribales y alianzas frágiles y mutantes.
Al igual que en Irak y en Siria, la intervención occidental creó territorios descontrolados, por los que se expandieron diversas organizaciones fundamentalistas, particularmente el Estado Islámico.
A partir de 2014 la violencia caótica, al encauzarse entre dos polos relativamente reconocibles, derivó en una nueva guerra: la que enfrenta al denominado Gobierno de Acuerdo Nacional, presidido por Fayez Sarraj, que cuenta con el respaldo de Turquía, Italia y Catar y controla la capital, Trípoli, y algunas zonas aledañas, y el mariscal Jalifa Haftar, ex militar del ejército de Kadafi nacionalizado estadunidense que tiene sus plazas fuertes en Bengasi y Tobruk – sede, esta última, del parlamento–, y respaldado abiertamente por Egipto, Arabia Saudita y Emiratos Árabes Unidos, y de manera subrepticia por Francia.
En días recientes el autodenominado Ejército Nacional Libio de Haftar, que se ha hecho con el control de la mayor parte del territorio, comenzó un avance sobre Trípoli que ha provocado decenas de muertos y orillado a miles de residentes a huir de la ciudad y sus alrededores. La situación hace temer una pronta matanza en la asediada capital libia que ni la diplomacia internacional ni las fuerzas militares extranjeras que operan en el país árabe parecen capaces de evitar.
El pasado 5 de abril el secretario general de la Organización de las Naciones Unidas, António Guterres, visitó en Tobruk a Haftar con la esperanza de disuadirlo de que lanzara un ataque sobre la asediada capital libia, pero sus esfuerzos resultaron infructuosos. El pasado domingo el gobierno estadunidense optó por replegar a sus contingentes militares de suelo libio porque, según dijo el general de marines Thomas Waldhauser, las realidades de seguridad en Libia son cada vez más complejas e impredecibles
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Esta extremada irresponsabilidad –habida cuenta que el gobierno de Washington es uno de los culpables principales del sangriento caos que padece la nación sahariana desde hace ocho años– es compartida por los gobiernos francés e italiano, los cuales prestan apoyos cruzados a los bandos rivales más importantes. De los depuestos regímenes de Kadafi, en Libia, y de Saddam Hussein, en Irak, pueden criticarse muchas cosas, pero es indiscutible que mantuvieron la estabilidad de sus respectivas naciones.
La destrucción de ambos no sólo ha significado una larga pesadilla de violencia descontrolada para las poblaciones de ambos países árabes, sino que abrió las puertas a una atomización de fuerzas militares y a una nueva generación de grupos fundamentalistas más radicales y más antioccidentales, si cabe, que Al Qaeda. Por añadidura, la desestabilización de Medio Oriente –en esa ecuación debe incluirse también a Siria– ha generado un flujo masivo de refugiados hacia Europa occidental. Para colmo, la actual situación libia amenaza con desestabilizar los mercados petroleros y producir un nuevo ciclo de altos precios a escala global.
En suma, las intervenciones militares occidentales en Medio Oriente no sólo han inaugurado infiernos bélicos para las sociedades locales, sino que han resultado invariablemente aventuras estúpidas, por contraproducentes, para Europa y Estados Unidos; es sorprendente, por decir lo menos, que sus gobiernos sigan sin escarmentar.