a muerte de Karl Lagerfeld, ocurrida el martes 19 de febrero, levantó una reacción de asombro. En efecto, este gigante de la moda, director de la casa Chanel, parecía inmortal ante los ojos del público: su imagen, creada por él impuesta sobre su persona real, tan enigmática como secreta, poseía el carácter eterno de los seres imaginarios. Dibujante de genio, capaz de dar en unos cuantos trazos vuelo a una falda, parpadeo a unos ojos, esbozo de sonrisa a los labios, al mismo tiempo que realiza el retrato de una modelo, de su gato Choupette o de un amigo. Verlo dibujar era un regocijo para la mirada y el espíritu. Junto a la suya, creó otras imágenes, entre ellas la de su madre, una violinista aristócrata, a quien quizás inventó las frases que puso en su boca para reírse de él mismo. Al enseñarle un texto suyo, ella le preguntó: ‘‘¿por qué tienes necesidad de mostrar tu estupidez a todo mundo?”
Una particularidad sorprendente en Karl Lagerfeld es que este gran costurero francés es de origen alemán. Ahora bien, nadie encarnó mejor el espíritu francés y, más precisamente, la quintaesencia del espíritu parisiense. Hombre de espectáculo, dotado para la puesta en escena, muy sensible a la apariencia, lo mínimo que se pide a un creador de moda capaz de modificar el look, es decir, el aspecto de varias generaciones influenciadas por el estilo de sus creaciones. Puede observarse cómo su aspecto personal devino también su propia creación con la edad y el paso del tiempo.
Su coleta espolvoreada de blanco, el alzacuello que cubría su garganta, sus anteojos oscuros, le componían una figura y una silueta inmediatamente reconocibles y reconocidas en el mundo. El mismo decía que él era una marca, no sin humor y un sentido muy realista de los procedimientos de la publicidad. Es esta manera, siempre ligera e irónica de hablar de los otros y de sí, como mejor manifestaba a qué extremo dominó el verbo del espíritu parisiense. Por parte de una persona nacida y educada en Alemania es una proeza asombrosa. Lo probaba en cada ocasión, con las palabras que le venían espontáneamente a la boca cuando respondía a uno o a otro, pues poseía el sentido del diálogo y la réplica. Esta especialidad muy parisina, con que se reconoce tanto a los golfillos guasones como a los elegantes o los dandis, es un don que no se aprende. Se necesita talento. Es también una cultura, y Lagerfeld, sin posar nunca al erudito o al sabio, no carecía de cultura. Su biblioteca era inmensa, a la cual no hizo un elemento de decoración como hacen quienes presumen de poseer muchos libros, sin leerlos.
Karl Lagerfeld leía con bulimia en las al menos cuatro lenguas que dominaba. Todo esto con ligereza, sin pedantería, como si hubiese adivinado, en perfecto parisiense, que la cultura es como la mermelada: menos se tiene, más se la despliega. Aunque evitaba exhibirla, la cultura se transparentaba en su manera de hablar.
Provocador voluntario, desafiando los códigos impuestos por la política correcta, se permitía decir todo, como gran seductor persuadido de que una frase inesperada tiene más encanto que una trivialidad, siempre cuando sea dicha con elegancia. En esto, él fue la perfecta encarnación del espíritu parisino.
Si el artista era un brillante conversador, tenía también sus secretos y sus pudores. Así, tomaba en forma espontánea la palabra para conservar la batuta del diálogo y dirigir la plática en el sentido que le antojaba, controlando, sin parecer, la improvisación de propósitos libres.
Su lúcida devoción por Chou-pette, su gata a menudo fotografiada en sus brazos, sobre su mesa de trabajo cuando dibujaba o en avión, le evitaba evocar otros amores o relaciones posibles. De buena gana, ponía adelante la graciosa tigresa, a la que abrió una cuenta bancaria y nombró su heredera. Así, Choupette es una rica princesa, digna del príncipe que él quiso ser y logró ser, al menos en la representación teatral del desfile de la moda.