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De cuerdos y de locos
D

e músicos y poetas es dudoso, pero que de locos todos tenemos un poco es indudable. También es indudable que hay de locos a locos, y la reflexión que se impone es la de definir el término locura, del que deriva loco.

Los diccionarios que tengo a mano dan varias definiciones, entre ellas: Privación del juicio o del uso de la razón; Acción inconsiderada o gran desacierto; Acción que, por su carácter anómalo, causa sorpresa; Exaltación del ánimo o de los ánimos producida por algún afecto u otro incentivo; Comportamientos de una persona que están claramente desviados de aquellos que se consideran normales, o aquellos que presentan una clara desviación de las normas propuestas en una comunidad; Denominación antigua e imprecisa de algunos trastornos mentales; Dicho o hecho disparatado; Afecto o afición exagerados hacia alguien o hacia algo; Expresión antigua que sería para designar todos los desórdenes de la mente; Estado permanente de alteración de las facultades mentales, de diversa variedad y con complicaciones somáticas; Acto precipitado y arriesgado; Aprecio excesivo, interés inusitado.

Aunque ninguno de estos significados ni ningún otro del que podría echar mano distingue los grados de la locura, es claro que precisamente en la graduación y especificación de la locura de la cual hablara podría ubicar a mis semejantes y, por supuesto, a mí misma, como para afirmar que de locos todos tenemos un poco, por más que a quien se suponga cuerdo le cueste admitirlo con facilidad.

A todo esto, qué tan locos estamos unos y otros, yo misma y los demás, cada uno de nosotros mismos y cada uno de los demás, como para admitirlo en mí misma sin humillarme, o como para juzgarlo en los demás sin disparatar ni humillarlo, es tan buena reflexión como sería la de cuestionar por qué la historia de la locura tiene origen y principio pero, por lo que se ve, no tiene final.

Así, parece ser que el loco nace loco y loco se queda, en este grado y en esta especificación, o en este otro grado y esta otra especificación.

Tanta observación, tanto estudio, tanta clasificación de locos y locura para que los siglos pasen y los locos sigamos presentes y en acción, todos, y sin perspectiva de desaparecer, pues desapareceríamos todos, y sin perspectiva, tampoco, de dejar de ser locos, un mucho o al menos un poco. Y esta tendencia nuestra a ser locos, aparentemente atávica, es tan inaprensible que ni la ciencia ni la filosofía acaban de comprenderla del todo, como comprenden otras manifestaciones de la naturaleza, incluso las catástrofes y los fenómenos naturales, que intentan prever, para hacerles frente o para evitarlos.

Si de este lado de la puerta abierta veo a un hombre atravesar la habitación en cuatro patas a la vez que emite gruñidos parecidos a ladridos, de inmediato pienso que este hombre está loco. Pero si cruzo el umbral y mi alcance visual se expande y entonces veo que en el extremo de la habitación al que el hombre se dirige a ladridos lo espera un niño de pañales que ríe al verlo acercársele de esta manera, rectifico mi juicio de haberlo tildado de loco y a mi vez río, tanto por la falsa impresión que me había hecho del hombre perro, como por su ocurrente imitación encaminada a hacer reír. Sin embargo, si cruzo el umbral y veo que el hombre que atraviesa la habitación a cuatro patas a la vez que ladra a donde se dirige es a una pared, y veo que al alcanzarla no hace sino darse un tope en la frente, pues no se da cuenta de lo que hace, entonces me alarmo, lo cargo en brazos y lo dejo descansar en un hospital, no como a un hombre que estuviera rabioso, sino como a un hombre bueno que está perdido y que carece de orientación.

Porque la locura está sujeta a contextos, coyunturas, suerte y circunstancias, reflexiono, y luego me pregunto por qué, alrededor, aquí y allá, ahora y antes, aunque muchos distingamos a un loco cuando lo vemos, no lo detenemos de inmediato, incluso cuando todo indique que ya es demasiado tarde.