n día sí y otro también, Donald Trump ataca a la Caravana Migrante de centroamericanos que pretende llegar a Estados Unidos. Busca así cosechar ventajas electorales de cara a los comicios legislativos de medio término del próximo martes. No interesa si lo que dice no es verdad. De hecho, nunca le ha importado que lo sea.
Su última gracejada consiste en advertir sobre el diluvio universal que seguirá si los demócratas vencen. Según el mandatario, en caso de salir él derrotado se precipitará la llegada del socialismo en su país y hordas de criminales provenientes de Centroamérica cruzarán la frontera.
Las absurdas declaraciones de Trump no son prédica en el desierto. Él no inventó a sus votantes. Lo que ha hecho es darles cuerpo, visibilidad y fuerza. Sus palabras expresan los mitos existentes dentro de la sociedad estadunidense. Así sucede con la fábula del inmigrante delincuente, inasimilable; de la migración indocumentada como obra exclusiva de mafias de polleros; de conspiraciones que ponen en peligro la seguridad nacional y la cohesión política y cultural de su país, y de la frontera como tierra del terrorismo internacional y el crimen trasnacional.
El rechazo a los inmigrantes en Estados Unidos, la patria del melting pot, no es impulso novedoso. Desde su surgimiento ha vivido una ambigüedad básica ante los llegados de otras tierras que buscan la prosperidad material, en el que lo mismo los reconoce como forjadores de un mundo nuevo que los considera un grave riesgo para su futuro.
Thomas Jefferson, redactor del borrador de la Declaración de Independencia estadunidense, ejemplifica esta anfibología. Defendió la idea de su patria como nación de inmigración. Fue pionero en formular programáticamente el derecho natural de todas las personas a abandonar el país en que por casualidad nacieron o a donde fueron a parar por cualquier razón para ir a buscar condiciones favorables de vida allá donde se encuentren o piensen encontrarlas.
Sin embargo, a pesar de ello, en Notes on the State of Virginia, de 1782, expresó una profunda desconfianza hacia la inmigración. Sin matices, Jefferson vio a los inmigrantes provenientes de monarquías absolutistas como un verdadero Caballo de Troya, un peligro a la original forma de gobierno de Estados Unidos, pues son sospechosos de traer consigo “los principios de gobierno del país que acaban de dejar, y que son los que han mamado, o en caso de renunciar a ellos, lo harán normalmente para trocarlos por el más extremo libertinaje.”
La sociedad estadunidense y su clase política se debaten entre entre la aceptación y el rechazo de los inmigrantes. Esta esquizofrenia
proviene del dilema que nace de requerir mano de obra para el funcionamiento de su economía, pero no poderla separar de las personas de carne y hueso que llegan a su territorio. Los trabajadores disciplinados y productivos que levantan cosechas y mantienen en funcionamiento los servicios a bajo costo se transforman, al final de las jornada, en los centroamericanos feos
a los que no quieren ver en sus vecindarios o haciendo uso de sus hospitales o escuelas.
La estigmatización del inmigrante tiene como función controlar aún más el mercado laboral. Después de todo, los sin papeles, siempre son remplazables.
Pero no sólo eso. Se trata de convertir el moderno éxodo centroamericano en un asunto de seguridad nacional para que Trump cierre la pinza del terror que justifica sus desplantes autoritarios. Los expatriados se han convertido en un insumo fructífero para la fabricación del miedo. El mito del inmigrante criminal se ha convertido en un recurso privilegiado de fabricación de histeria popular que le permite al mandatario extender la excepcionalidad en el respeto a los derechos humanos de los participantes del éxodo a otros sectores de la sociedad estadunidense.