as operaciones de Grupo México, la compañía minera más grande del país, se han caracterizado por contar con la abierta complicidad de los gobernantes, relación que contribuye a explicar la absoluta impunidad de que goza para imponer su voluntad en la violación de todos los códigos laborales y ambientales.
El más reciente episodio en que el poder público ha fungido como personero de la trasnacional dirigida por Germán Larrea Mota Velasco tuvo lugar el martes pasado en Sombrerete, Zacatecas, cuando más de 150 policías estatales y municipales, además de agentes viales armados e integrantes del Ejército, irrumpieron ilegalmente en la mina San Martín a fin de romper la huelga que los trabajadores de la sección 201 del Sindicato Nacional de Trabajadores Mineros, Metalúrgicos, Siderúrgicos y Similares de la República Mexicana mantienen con la exigencia de condiciones adecuadas de seguridad para realizar sus labores.
Para mencionar únicamente los casos más emblemáticos que documentan el respaldo de los gobiernos federales en turno a las malas prácticas de Grupo México, debe recordarse en primer lugar la tragedia ocurrida en la mina de carbón de Pasta de Conchos, Coahuila, en el último año de la presidencia de Vicente Fox Quesada. En efecto, en los días posteriores a que una explosión de metano dejó atrapados a 65 obreros, el dueño de la empresa y el titular del Ejecutivo hicieron gala de exasperante indolencia para intentar el rescate de las víctimas y de insensibilidad rayana en el cinismo ante el dolor de los deudos.
En junio de 2010, con Felipe Calderón, más de 2 mil policías federales participaron en la violenta represión contra la huelga de Cananea, seguida por la imposición judicial del sindicato pro patronal y el desconocimiento de la relación laboral con el gremio legítimo.
Ya en el presente sexenio, la empresa provocó el mayor desastre ambiental en toda la historia de la industria minera en nuestro país con el mismo saldo de impunidad: hasta hoy no existe sanción penal ni administrativa contra ningún funcionario de la compañía por el derrame de 40 millones de litros de residuos tóxicos en los ríos Sonora y Bacanuchi ni por el posterior incumplimiento de todos los compromisos de saneamiento y atención a los miles de afectados.
Es imperativo que las autoridades de todos los niveles cesen de inmediato la práctica de convertir a las corporaciones policiales y castrenses en fuerzas de choque al servicio de los grandes intereses privados –una lamentable constante en los conflictos mineros, pero en modo alguno restringida a éstos– y que en cambio cumplan su mandato de velar por la plena vigencia de las leyes; en primer lugar, las que Grupo México viola de manera consuetudinaria y sistemática.