unto con el desempleo, la inseguridad ocupa un lugar preferencial en la agenda de los países latinoamericanos, México incluido. Estrechamente ligada con la violencia (de hecho es uno de sus derivados directos) la sensación de desprotección que experimenta gran parte de la ciudadanía está basada en datos concretos que dan cuenta de los altos índices delictivos que, con variaciones, se detectan en la región.Prácticamente ningún sector social está al margen de esa sensación: aunque por regla general los hechos de violencia golpean con mayor intensidad a los estamentos más pobres de la población, no permanecen ajenos a ella quienes están en una posición más satisfactoria en la escala económica. Más aún, en los casos de secuestro estos últimos suelen ser, por obvias razones, proporcionalmente los más afectados.
Pero las estadísticas sobre la falta de seguridad se han visto, en años recientes, enfatizadas por un discurso político que pone el acento en este tema como una manera de fortalecer los controles sobre una sociedad que cuestiona cada vez más el modelo económico ejercido por las administraciones neoliberales. Paradójicamente, ha sido durante el auge de estas administraciones cuando los índices delictivos –con el llamado crimen organizado
en primer lugar– y la consecuente inseguridad que aquellos originan, ha tenido un crecimiento exponencial. Sin embargo, en lugar de atacar las principales causas propiciadoras de la violencia y sus secuelas, los gobiernos de corte neoliberal han preferido hasta ahora elegir los caminos de la línea dura, la tolerancia cero y el Estado inflexible, que sólo han servido para hacer de la violencia (y su correlato la inseguridad) una insana espiral ascendente.
Así es como fueron apareciendo, en los ámbitos urbanos de las ciudades mexicanas, fenómenos como el cierre de calles arbitrariamente convertidas en cerradas
o privadas
sin serlo, y la colocación de virtuales retenes y puestos de control operados por elementos de seguridad que privatizan a capricho los espacios públicos.
De ese modo, también, ha ido prosperando la industria del blindaje vehicular, presentada por las empresas del rubro como una solución para desalentar los secuestros, los asaltos o los atentados contra los tripulantes de autos y camionetas reforzadas con láminas de acero balístico, fibras polímeras y vidrios policarbonatados de distintos niveles (son siete, y aumentan el peso del vehículo desde 500 a mil 250 kilos).
Las compañías de blindajes aseguran a sus clientes que sus productos resisten, por ejemplo, ataques hasta con proyectiles de perforación
, y probablemente sea verdad; de lo que no hay pruebas, en cambio, es de que convertir a los autos en fortalezas rodantes disminuya el número de secuestros, porque las más de las veces los delincuentes sencillamente capturan a sus víctimas fuera de los vehículos. Pero esta observación no es obstáculo para que el número de quienes circulan en autos blindados crezca día a día: en la primera mitad de este año la cantidad de aquellos creció en 60 por ciento con relación a 2017; y aunque ahora el negocio muestra un comportamiento horizontal, el organismo que agrupa a las empresas del ramo calcula que esa tendencia podría cambiar, dados los actos violentos que se han registrado desde el inicio de 2018
.
La iniciativa privada invierte en el perfeccionamiento de métodos de protección como el blindaje vehicular, y ello además de un negocio constituye un paliativo contra esa odiosa forma de privación de la libertad que es el secuestro.
Pero desde el Estado es preciso aplicar políticas públicas que ayuden a desmontar los mecanismos que favorecen este delito, abatiendo por un lado los desequilibrios sociales (80 por ciento de los secuestros tienen por objeto el cobro de un rescate) y por otro el alto grado de impunidad de que se benefician los criminales.