on la caída del presidente Mariano Rajoy, España no sale de su etapa de corrupción pese a haber impulsado la primera moción de censura contra el Ejecutivo que resulta exitosa en la historia reciente de la nación ibérica. El socialista Pedro Sánchez sustituirá al líder conservador gracias a una alianza parlamentaria que supone difícil el transcurrir del gobierno por las irreconciliables diferencias entre el abanico de formaciones políticas que confluyeron en el propósito de echar a Rajoy de la Moncloa, mientras que el hasta ayer gobernante Partido Popular (PP) conserva la mayoría absoluta en el Senado y, con ella, la capacidad de maniatar sin miramientos a la administración entrante.
Cabe recordar que Rajoy ya había tenido problemas para lograr la investidura por segunda vez tras las sucesivas elecciones de diciembre de 2015 y junio de 2016, cuando la irrupción de los nacientes partidos Podemos y Ciudadanos (en las antípodas del espectro político uno de otro) quebró el bipartidismo sostenido por décadas entre el PP y el Partido Socialista Obrero Español. Lo anterior viene a cuento porque en aquel trance fue justamente esa última formación la que dio paso al segundo gobierno del político gallego al abstenerse en bloque durante la votación de investidura, lance que requirió defenestrar como líder partidista al hoy presidente Sánchez.
Es necesario plantear dos consideraciones. Por una parte, está claro que la gestión de Rajoy resultaba insostenible desde cualquier perspectiva democrática, pues la sentencia judicial que precipitó los acontecimientos de las semanas recientes al establecer la responsabilidad de su partido en una gigantesca trama de corrupción que se extendió por al menos dos décadas es sólo la puntilla en una serie de comportamientos lesivos hacia la institucionalidad. En efecto, y al margen de la embestida contra los sectores mayoritarios que supuso su inflexible política de restricción fiscal, los cambios constitucionales a modo para favorecer al capital financiero y la judicialización como único recurso ante el reclamo independentista catalán, mostraron la bancarrota ética de un gobierno que renunció a ejercer la política, en la mejor acepción de esta palabra.
Por la otra, no puede pasarse por alto que la maniobra de Pedro Sánchez constituye un salto al vacío, que en el mejor de los casos podría ayudar a la recuperación de la legitimidad del sistema político español, pero que en el peor supondría una nueva sima en la crisis que subyace a la actual coyuntura: la del pacto cupular que hace ya 40 años permitió la transición desde la dictadura de Francisco Franco hacia un régimen electoral en el cual se reciclaron todos los cuadros –y con ellos no pocos vicios– del autoritarismo.