iles de ciudadanos salieron ayer a las calles en diversas ciudades de Honduras en demanda de limpieza en el proceso electoral aún en curso, en el que se enfrentan el todavía presidente, Juan Orlando Hernández, y Salvador Nasralla, de la Alianza de Oposición contra la Dictadura, de centroizquierda, con el telón de fondo de las masivas denuncias por fraude, con el estado de excepción y el toque de queda instaurados por el propio régimen.
Como se recordará, el domingo 26 de noviembre se llevaron a cabo elecciones presidenciales en Honduras y desde un primer momento los resultados arrojaron una tendencia favorable al candidato opositor.
Sin embargo, los cómputos se alargaron en forma inexplicable y el martes 28, cuando se llevaba ya computado 70 por ciento de las casillas y Nasralla mantenía una ventaja de 5 por ciento sobre su rival –lo que en cualquier contexto hablaría de tendencias irreversibles–, el Tribunal Supremo Electoral suspendió la difusión de resultados durante varias horas; cuando lo reanudó, las preferencias habían cambiado en forma inopinada y Hernández había superado por una ligera diferencia a su rival, en lo que constituye, según buena parte de la sociedad hondureña, un intento de fraude electoral.
El extraño comportamiento de los resultados electorales no es el único indicio. Hay, además, el dato sospechoso de que en algunos departamentos del occidente del país, como Lempira –tierra natal de Hernández–, las votaciones exhiben un comportamiento totalmente atípico pues, aunque son las zonas con menor población, arrojan porcentajes de participación muy por encima de la media nacional.
Ante el enojo social generado por el desaseo en el manejo de los sufragios, el régimen ha optado por la salida autoritaria: suspensión de garantías y toque de queda de 12 horas, de seis de la tarde a seis de la mañana. Lejos de calmar los ánimos, tales medidas los exacerban y confirman que el actual grupo gobernante, de carácter marcadamente oligárquico, está dispuesto a lo que sea con tal de aferrase al poder.
Un dato vergonzoso y deplorable en la actual crisis hondureña es la aquiescencia y suavidad con que organismos regionales como la Organización de los Estados Americanos (OEA) se han desempeñado ante unas autoridades nacionales que si no han torcido la voluntad popular, hacen todo lo posible por aparentar que lo hacen. A diferencia de la impertinencia injerencista desarrollada por la OEA y su secretario general, el uruguayo Luis Almagro, en la situación política venezolana, en el caso de Honduras la organización y su máximo funcionario han tratado con toda consideración y mesura al gobierno de Hernández, lo que confirma que, para esa instancia panamericana y su secretario general, no hay pecado en atropellar la democracia, sino en sostener posturas contrarias o disidentes de los lineamientos de Wahington para la región.
Es inadmisible, con todo, la persistencia de prácticas contrarias al principio democrático esencial en varios países del hemisferio. Los votos hondureños deben ser contados y recontados, y los comicios del 26 de noviembre se deben limpiar y depurar. De otra manera, Honduras seguirá sumida en la desigualdad, la pobreza, la emigración y la violencia, y a ello sumará, además, la condición de país bajo un gobierno de facto.