esde 2009 un abanico de movimientos sociales declaró el 22 de julio Día Mundial Contra la Minería a Cielo Abierto para conmemorar los triunfos jurídicos frente a uno de los proyectos mineros más destructivos de los tiempos recientes: el de la trasnacional canadiense New Gold, que acabó con el Cerro de San Pedro, en San Luis Potosí. A nueve años de aquella victoria legal, sistemáticamente ignorada por todas las autoridades encargadas de hacer cumplir el fallo y frenar la devastación ambiental, es necesario realizar un balance de las afectaciones que la actividad minera ha dejado en nuestro país.
La primera consideración para analizar este fenómeno estriba en el impulso decidido que le han otorgado las pasadas tres administraciones federales, hecho reflejado en el crecimiento exponencial de las concesiones para la explotación de recursos mineros. Sólo en el periodo que va de 2012 al primer semestre de 2017, la superficie destinada a esta actividad pasó de 32.6 a 52.8 millones de hectáreas, un crecimiento de 70 por ciento que supone la entrega de más de un cuarto del territorio nacional a empresas mayoritariamente extranjeras –se debe recordar que 65.3 por ciento de los 885 proyectos activos son operados por compañías canadienses.
El segundo elemento para ponderar el impacto de la minería es el publicitado embuste de que esta industria resulta fundamental para el desarrollo económico debido a los ingresos que genera y empleos creados, argumento que no resiste el mínimo análisis. A cambio de controlar 26.8 por ciento del territorio en concesiones a 50 años, prorrogables por otro medio siglo, la extracción minera supone únicamente 0.32 por ciento de los ingresos gubernamentales y contribuye con apenas 0.9 del producto interno bruto. Su aportación en materia laboral también resulta deplorable: en 2014 empleaba a 0.21 por ciento de la población económicamente activa, a la vez que los tajos a cielo abierto mantenían a tres cuartas partes de sus trabajadores en régimen de subcontratación.
En contraste con esta raquítica contribución a las finanzas públicas y al desarrollo económico, la apropiación de territorios por la actividad minera es una generadora constante de conflictos sociales y violencia en contra de comunidades de todo el país. Mientras México es ubicado como la segunda nación con más conflictos entre mineras y sociedad, de acuerdo con un reporte de la Red Nacional de Organismos Civiles de Derechos Humanos Todos los Derechos para Todas y Todos, sólo en 2016, 47 personas perdieron la vida por oponerse a la minería, 19 de ellas en el estado de Oaxaca.
A todo lo dicho hay que sumar los daños a la salud provocados por la negligente explotación de los recursos naturales, que ya dejado una estela de desastres solapados por las autoridades. Por mencionar sólo dos ejemplos de esta forma de afectación, que alcanza a miles de ciudadanos, en Coahuila se detectó que entre los niños que habitan en las proximidades de la fundidora Peñoles, hasta 92 por ciento presentan niveles de plomo en sangre mayores a 15 microgramos por decilitro, el triple de lo que la Organización Mundial de la Salud ha señalado como riesgoso para el crecimiento, la inteligencia y el aprendizaje en menores. Una situación análoga se presenta en la cabecera municipal de Vetagrande, Zacatecas, donde 63 por ciento de los menores de edad sufren contaminación por plomo y otros minerales pesados debido a la actividad mi-nera que tiene lugar en los alrededores, situación que se repite en poblaciones de todas las entidades con presencia extractiva.
El recuento anterior deja claro que la escasez de los beneficios y la extensión de los daños causados por la minería imponen una urgente revisión de la manera en que se lleva a cabo esta actividad y de la irresponsable largueza con la que se le han entregado para su usufructo porciones tan vastas del territorio nacional. La continuidad del modelo actual supone un lastre económico, una amenaza a la vida, una licencia para la devastación ambiental y una injustificable cesión de la soberanía.