Editorial
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Los alcances del estallido paraguayo
L

a dinámica política del Paraguay ha sido, en los pasados 60 años, diferente a la del resto de las naciones sudamericanas que lo rodean: el largo periodo de opacidad y represión que significó la dictadura de Alfredo Stroessner –de 1956 a 1989– impuso un modo de hacer política fuertemente influido por el conservadurismo, el autoritarismo y la tendencia al aislamiento internacional que todavía hoy impregna a grandes sectores de ese país. Muerto Stroessner, durante un tiempo pareció que ese letargo se había roto definitivamente y que el férreo bipartidismo que encarnan los partidos Colorado y Liberal daba paso a formas de participación más plurales e incluyentes; pero la debilidad de los sectores independientes y progresistas, debida en parte a su escasa proporción numérica, terminaron por devolver a la sociedad paraguaya a su bajo perfil de siempre, donde la disconformidad social y la coacción estatal son atenuadas por los medios locales, desatendidas por sus vecinos de frontera y desconocidas por el resto del mundo.

Los recientes disturbios acaecidos en territorio paraguayo, que nominalmente enfrentan a un sector del Partido Colorado (al que pertenece al presidente Horacio Cartes) y un variado abanico de fuerzas opositoras, que incluyen al Partido Liberal, sacuden la estructura política del país de la peor manera posible: mediante la violencia. En semejante escenario, el acribillamiento de Rodrigo Quintana, líder del ala juvenil del Partido Liberal Radical Auténtico, incluido en ese abanico, no hace sino profundizar un conflicto que va más allá de lo que públicamente se ve, a saber, la intención de parte del cartismo de modificar la Constitución para permitir una relección que en 2018 permitiría a Cartes continuar en el poder.

Para un observador poco enterado, la composición de las fuerzas involucradas en la actual pugna de Paraguay es confusa: por ejemplo, resulta sorprendente que el principal aliado de los cartistas pro relección sea el Frente Guasú, coalición de agrupaciones de centroizquierda, a la que pertenece el ex obispo y ex presidente Fernando Lugo, destituido en 2012 con el apoyo entusiasta del Partido Colorado. No obstante, la circunstancial alianza no suena tan extravagante si se toma en cuenta que las dos fuerzas políticas técnicamente opositoras de mayor tradición en el país (colorados y liberales) proceden de la misma matriz conservadora y que de ellas derivan varias de las demás fuerzas actuantes. Mientras, no reciben tanta atención las cuestiones de fondo que afectan al Estado paraguayo y particularmente a los sectores más vulnerables de su población: desigualdad de ingresos, inequitativa distribución de la tierra, gasto social insuficiente, bajo nivel de industrialización, un mercado agropecuario controlado por monopolios y oligopolios, deficitaria balanza de pagos y en general un índice de desarrollo humano que muestra una deficiente calidad de vida.

Pese a su singularidad, la coyuntura de Paraguay no debe examinarse sola, sino en el contexto de la ofensiva que el llamado neoliberalismo mantiene activa en América Latina, y que se traduce en una reconversión política del área, cuyos tintes derechistas (especialmente en lo económico pero también en lo social y cultural) nadie puede discutir seriamente. Cartes, considerado representante de los intereses de los grandes terratenientes paraguayos, propugna las mismas medidas que, con sus variantes locales, imponen los gobiernos de la Argentina de Macri y el Brasil de Temer, convertidos en símbolos regionales de un modelo económico drásticamente libreempresista, desregulador y enemigo del gasto público no importa a qué costo social. Y su relección constituiría, obviamente, una garantía de permanencia para las políticas que impulsa.