Opinión
Ver día anteriorLunes 27 de febrero de 2017Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Trump contra los medios
L

a confrontación entre el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y los medios informativos de ese país llegó a un punto crítico el viernes pasado, cuando la Casa Blanca excluyó de una conferencia de su vocero, Sean Spencer, a varios importantes periódicos y canales televisivos nacionales y extranjeros y obligó a los trabajadores de las cadenas televisivas ABC, NBC, CBS y Fox a acudir sin cámaras al acto. La reacción no se hizo esperar: The New York Times y CNN –que figuraron entre los excluidos–, la agencia Ap y la revista Time –que en protesta no participaron en el encuentro–, así como The Washington Post, The Wall Street Journal, el Comité de Protección a Periodistas (CPJ, por sus siglas en inglés) y la Asociación de Corresponsales de la Casa Blanca criticaron de manera enfática a la presidencia, y ayer la ceremonia de entrega de los premios Óscar fue dominada por el tema de las actitudes atrabiliarias y antidemocráticas de la nueva administración estadunidense.

Los episodios más recientes del conflicto fueron el anuncio de la no asistencia de Trump a la próxima cena de gala de los encargados de la fuente presidencial y una manifestación de periodistas en Nueva York en apoyo al New York Times.

La total incapacidad de Trump para aceptar la crítica y hasta el análisis periodístico ha dado paso, así, a una hostilidad permanente en contra de los informadores y de los medios, a una generalizada alarma por el nuevo gesto totalitario de la presidencia republicana y a una grieta adicional en el grupo hegemónico de la nación vecina.

Una reflexión fundamental con respecto a esto último es que en el sistema político estadunidense los grandes medios desempeñan un papel fundamental, no sólo como contrapeso al poder institucional sino, sobre todo, como sus legitimadores y reproductores del discurso oficial. Dos ejemplos clásicos de ambos extremos son el escándalo conocido como Watergate, detonado por los periódicos ( The Washington Post en primer lugar), que culminó con la caída del presidente republicano Richard Nixon (1974), y la campaña de intoxicación de la opinión pública emprendida en 2003 desde la Casa Blanca y reproducida y amplificada por las principales empresas periodísticas para justificar la invasión y la destruc-ción de Irak con el pretexto de que el gobierno de ese país poseía armas de destrucción masiva que representaban una amenaza para Estados Unidos, mentira que canales televisivos y publicaciones impresas repitieron una y otra vez sin tomarse la molestia de verificarla.

La agresividad del mandatario hacia los medios es, pues, una apuesta doblemente peligrosa: en el menos peor de los casos el magnate neoyorquino podría entorpecer la labor de los medios de comunicación como correos de transmisión de la ideología oficial y, en el más grave, padecer la amarga experiencia de un ejercicio presidencial con la prensa en contra.

Por lo demás, la presidencia de Trump avanza en el cerco de sí misma y abre nuevos frentes casi todos los días. Atormentada por las filtraciones que siguen produciéndose en la Casa Blanca a pesar de los patéticos esfuerzos por impedirlas, confrontada con la generalidad de los movimientos sociales, entrampada en la imposibilidad de cumplir promesas de campaña disparatadas y envuel-ta en sus propias obsesiones fóbicas en contra de los migrantes, la administración estadunidense parece erosionarse con una rapidez mucho mayor a la que habría podido esperarse hace apenas un mes, cuando el prepotente republicano tomó posesión del cargo.